domingo, 23 de agosto de 2015

Velos negros y velos blancos

Huamanga, en el suroeste de Perú

Si la mujer ha sido objeto de la más variada explotación a lo largo de la historia, uno de los ejemplos más notable, dejando aparte situaciones de esclavitud, es el de aquellas que, viviendo en pasados siglos, estuvieron sometidas a una interpretación de la vida hecha a imagen y semejanza de los varones. La época del barroco, con toda la parafernalia de reformas religiosas que vinieron de la mano del concilio de Trento, ha dado lugar a situaciones verdaderamente extremas. A América se trasladaron las costumbres de sumisión femenina que se daban en España, y si nos situamos en Perú -como ha hecho la historiadora Patricia Martínez i Álvarez (1)- encontramos establecidas unas relaciones entre las mujeres indígenas y los conquistadores que dieron paso a un sistema de sumisión mediante el cual aquellas pretendían el modelo de la mujer legítima y esposa española. 

"La colonia -dice Patricia Martínez- fue configurando un tejido social en el que los clérigos, religiosos y colonos se convertían en los actores de la realidad, y los indígenas en el conglomerado poblacional sometido a los primeros...". Los primeros beaterios y casas de recogimiento fueron los lugares donde la mujer hispana y criolla permaneció alejada de la actividad masculina de la colonización. Son numerosos los casos en que las mujeres ingresaban en un beaterio obligadas, dejando al padre o al esposo en el papel de colonizador. Constanza fue una religiosa que confiesa haber ingresado involuntariamente obligada por su padre: "me amenazó otras tantas [veces] de muerte en público y en secreto jurando con enojo que si ponía los pies fuera desta clausura me había de dar de puntaladas con que hube de hacer la dicha profesión por violencia y temor...". 

Pero por otro lado fueron también corrientes los casos en que en los conventos entraban varones (padres y esposos), por ejemlo en el monasterio de Santa Catalina en 1672, por lo que deán y cabildo denunciaron dicho desorden en que vivían las relgiosas. Y es que las primeras experiencias de vida religiosa en América no fueron regladas. En el caso del Perú nacieron en los beaterios, pues estaba prohibida por la Corona la fundación de monasterios propiamente dichos, lo que luego se relajó. El primer monasterio de clarisas fundado en Perú fue el de Santa Clara del Cusco en 1564, nacido para recoger a mestizas que los conquistadores habían tenido con indígenas; el primero fundado en Lima fue en 1606 y la iniciativa parece haber partido del portugués Francisco de Saldaña, que seria también el primer administrador del monasterio.

Pronto se establecieron las "calidades" de las monjas según la clase social y la etnia a la que pertenecían: las de velo negro eran las de procedencia noble, llamadas "doñas" como en la vida mundana; las monjas de velo blanco iban en segundo lugar, con poca capacidad económica y por lo tanto con menos dote. Llevaban a cabo servicios domésticos pero superiores a las mujeres seglares "divorciadas o arrepentidas", además de las niñas que recibían educación en el monasterio. Por último estaba el grupo de las criadas o esclavas. Doña María de Vargas, por ejemplo, hija legítima de Santiago Martínez, aportó una dote de dos mil pesos, además de alimentos, cera y colación... Las monjas de velo blanco aportaban aproximadamente la mitad de dote que las de velo negro, pero podía una religiosa ser pobre y española, característica esta última que la enaltecía: María y Francisca eran pobres, pero la abadesa reseñó que eran españolas y "doncellas virtuosas". En casos como este no era necesario hacer explícitos los nombres de los progenitores. 

Doña Paula de Ulloa y Vargas, mujer legítima de Lucas Hurtado, confesó que entró en el convento por "temor y miedo que tuve del dicho mi marido [pues] si saliese fuera estaría mi vida en peligro". Una vez dentro las mujeres seguían la voluntad de sus padres o esposos, aunque la clausura se violaba con alguna frecuencia, razón por la cual las autoridades eclesiásticas reprendían a la abadesa en cuestión. En 1628 una cláusula eclesiástica advertía de la necesidad de que las monjas tuvieran indias que les sirvieran como criadas, y en 1642 una abadesa pidió licencia para que María, india esclava, pudiera retornar a servirle "dado su arrepentimiento por haber huido". En 1666 Doña Micaela Bravo, monja de velo negro, pedía que su sierva mulata Josefa fuera expulsada de la clausura por desobediente, y en 1668 una abadesa pidió autorización para que una sirvienta judía pudiese entrar en clausura para servir a una monja.

Los oficios en los que se ocupaban las monjas en los conventos eran diversos: cantoras, maestras de seglares y de novicias, porteras, acompañadoras, sacristanas, escuchas, obreras, hortelanas, panaderas, provisoras, celadoras... oficios que eran ejercidos por unas y otras según su "calidad".

Fray Diego de Córdoba dejó escrita una crónica donde nos informa de otros monasterios de clarisas en el Perú, dos de ellos en Huamanga y Trujillo (en este caso al noroeste del país). La monja Luisa Díaz de Rojas fue, al parecer, muy virtuosa, ingresando en el convento cuando enviudó. Durante muchos años se castigó con un cilicio muy riguroso y jamás se sentó a la mesa a comer; tenía una de sus hijas casadas dentro del convento "con un caballero muy principal"... Ocho meses antes de fallecer perdió el habla... Como se ve, no se trataba de una profesión religiosa como las que hemos conocido, sino de internamientos con siervas, hijas y visitas varoniles en ocasiones.

En el monasterio de Huamanga vivió Estefanía de Salazar, castigándose el cuerpo rigurosamente para apartar de ella los malos pensamientos. Según Diego de Córdoba "los primeros caballeros conquistadores del Perú... determinaron de hacer una casa de recogimiento para mujeres mozas y doncellas pobres, donde viviesen con doctrina y virtud hasta el tiempo que, ligadas con el vínculo del matrimonio, se empleasen en el servicio de Dios y cuidado de su casa". Algunas monjas escribían "vidas" que se nos han conservado, gracias a las cuales podemos conocer sus experiencias místicas. 

Una de ellas escribió: "Veinte años ha que sirvo las llagas de mi Padre San Francisco, asistiendo en sus Maytines, y poniéndole Luces, y despavilando en sus maytines. Otros tantos en sus Vísperas... procurando muchas indulgencias que hago ganar a las Religiosas, todo con licencia de la Madre Abadesa". Se trata de Jernónima de San Dionisio, que en otra ocasión dice: "tres veces las de vísperas de Ceniza comí con las morenas, las más viejas y pobres, a mi costado", seguramente como un mérito añadido. "Seis años besé los pies a cinco negros en Reverencia del dulce nombre de Jesús... Tres personas me han azotado por las Benditas Ánimas... y comí tronchos de lechuga muy amargos... Me mandé echar una obediencia para no hablar en el coro". En ocasiones la monja Jerónima entraba en visiones que podemos interpretar de diversas maneras: "He visto más de trescientas ánimas de Purgatorio...", y otras veces delata los prejuicios que estaban también en la sociedad: "De unos días a esta parte doy en pensar que todas son mejores que yo, hasta las negras". 

En un pasaje de su "vida" cuenta cómo fue objeto de un milagro, pues viniendo de un corregimiento de Collaguas a Pilpinto (2) cayó de una mula "más de treinta estados", pues quedó ilesa contrariamente a la mula y la silla. En Pilpinto tenía una encomienda el hermano de la monja, por lo que no sería de familia humilde. 

Úrsula de Jesús tocaba el órgano, pero era hija ilegítima de un tal Juan de Castilla, además de negra, por lo que sería objeto de prejuicios y discriminaciones. En los textos que nos dejó escritos: "... dije que si las negras iban al cielo..."; hasta tal punto debía de ser la pesadumbre y preocupación por caer en el infierno, por ello "puse todo mi pensamiento en el cielo y veo allí apartado un Cristo muy grande y saliendo de sus llagas unos arrollos copiosísimos". Patricia Martínez señala que Úrsula es presentada como una criada a la que Dios tuvo que avisar mediante un milagro para convencerla de que debía ingresar en la vida monástica, y por ende reglada, a lo que ella se había opuesto siempre. 

La obra y autora que cito abajo nos permiten comprender un aspecto fundamental de la religiosidad de unas mujeres discriminadas por ser mujeres, por vivir en una época especial desde el punto de vista religioso (el barroco) y por tener que sufrir las especiales condiciones de una colonia que solo por la fuerza se fue asemejando -y aún así con diferencias- a la cultura española y europea.

(1) "Mujeres religiosas en el Perú del siglo XVII".
(2) Debe tratarse de Collahuasi, con Pilpinto en la región del Cuzco, al sur del Perú. 

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