Ruinas del castillo de Salvatierra (Calzada de Calatrava) |
“A primera hora de la mañana del 16 de julio de
1212, sobre las ondulaciones de la vertiente sur de Sierra Morena llamadas
‘Navas de Tolosa’ se alineaban los dos mayores y más poderosos ejércitos
conocidos hasta la fecha en la Península
Ibérica”, relata Martín Alvira Cabrer[1]
en su tesis doctoral. A las órdenes del califa almohade, varios miles de
hombres de diferentes razas y procedencias, pues aquel había convocado a todo
al-Magrib, Ifriqiya y los países del Sur. El ejército cristiano estaba envuelto
en cruces y con la bendición del “Señor de Roma”, expresión que corresponde al
mismo califa. Allí estaban tres de los cinco reyes de España, las Órdenes
Militares, las milicias de muchas ciudades e incluso tropas venidas de más allá
de los Pirineos.
El obispo de Tui (Suero), entre otros, aseguró que
Alfonso VIII de Castilla deseaba enfrentarse a los musulmanes para vengar la
derrota sufrida en Alarcos (1195), y así mismo lo señala la más tardía “Primera
Crónica General” de Alfonso X. El rey castellano decidió la batalla que se
daría en las Navas de Tolosa en 1210, concibiéndola como “guerra justa de
desquite” con un espíritu feudal y caballeresco. El autor de la tesis que aquí
resumo ve así el concepto de “ultio”, el deseo de venganza que forma parte de
la ideología feudal, y esa guerra estaria “consagrada por la divinidad”, porque
esa misma divinidad había castigado a los cristianos en Alarcos.
El rey castellano, para preparar la batalla de
1212, hizo un deliberado esfuerzo diplomático y propagandístico a nivel
continental, y concibió la campaña como ofensiva, todo lo contrario que en
Alarcos. Aquí la batalla se dio en territorio cristiano, en Tolosa se dio en
territorio musulmán. Los cronistas, durante la
Edad Media, tendieron a personificar en los
reyes los éxitos y los fracasos sin tener en cuenta otros factores. De ahí que
cuando los éxitos militares venían, los reyes eran perfectos, exaltados,
verdaderos motores de la historia. Solo a partir de la “Crónica Najerense” y,
sobre todo, desde la “Chronica Adefonsi Imperatoris”, la historiografía
comenzará a dejar de ser casi exclusivamente biográfica, dice el autor al que
sigo.
La repoblación castellana de Béjar se hizo en
1209 y la de Moya (al este de la actual provincia de Cuenca) en 1210, “para
tener ocasión de hacer la guerra a los sarracenos”, según Lucas de Tuy. A
partir de aquí se dio una ofensiva castellana por tierras de Baeza, Andújar y
Jaén, “confiando en la misericordia de nuestro Señor Jesucristo”, dice la
“Crónica Latina”, lo que apoyaba el papa al menos desde inicios de 1209. Por su
parte el califa preparaba un enfrentamiento notable contra los cristianos,
independientemente de las algaradas sobre Andalucía. Pasó el estrecho
con gran ejército, el puerto del Muradal[2]
y asedió la fortaleza de Salvatierra, hoy en Calzada de Calatrava (Ciudad Real).
Este asedio se dio en 1211, mientras que el castellano permanecía con su
ejército cerca de Talavera. Grupos de musulmanes, entre tanto, arrasaban los
alrededores de Toledo.
La caída de Salvatierra en poder musulmán hizo
ver al rey castellano la necesidad de ser los cristianos los que ofendiesen en
vez de defenderse, y estos hechos forman parte de esa “guerra feudal” que se
desarrolla en toda la
Cristiandad entre los siglos XI y XIII: continuas algaradas
de rapiña, saqueos y caza de botín por un lado; ataques a fortalezas, asedios y
tomas de plazas fronterizas, o como se dice en la Chanson des Lorrains: “La marcha comienza. Al
frente están los exploradores e incendiarios. Tras ellos vienen los forrajeros
cuyo trabajo es recolectar los botines y llevarlos al tren de bagaje principal.
Enseguida todo un tumulto. Los campesinos, saliendo de sus campos, retroceden
lanzando fuertes gritos. Los pastores reúnen sus rebaños y los conducen hacia
los bosques vecinos… Los incendiarios ponen fuego a los pueblos y los
forrajeadores los visitan y saquean…”.
Si hasta entonces Alarcos había sido la ofensa
recibida que debía vengarse, Salvatierra fue por la que “lloraron las gentes y
dejaron caer sus brazos”, y la trascendencia de ello se comprueba en la
“Crónica Regia de Colonia” (1175-1220) y en otras fuentes de la época. A la
oportunidad de reconciliación –dice Alvira Cabrer- con el Dios vengador de
1195, se une ahora la “tuitio”, la obligación de origen feudal de proteger al
débil. En la península Ibérica el “tiempo de guerra” era aún más intenso y
cotidiano que en el resto de Europa. Guerra de religión y guerra de conquista,
la actividad militar se basaba en el sentimiento de inseguridad y el peligro de
la constante amenaza musulmana.
Aunque el Duero y Sierra Morena fueran las
auténticas “fronteras” entre civilizaciones, entre la Sierra de Guadarrama y el
Guadalquivir se extiende, entre 1086 y el primer tercio del siglo XIII, una
“zone frontiére” –dice E. Lourie- de villas militarizadas –la Extremadura y la Transierra- donde la
guerra es una actividad cotidiana que ordena la sociedad, rige la economía y
orienta las conciencias.
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