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Según ha estudiado M.
Carmen Jiménez Zubiría[i],
fue la carrera eclesiástica la que permitió a José de la Peña, clérigo del
siglo XVII, hacerse rico. Nacido en 1592 en Valtierra[ii]
de una familia de mesoneros, tejedores, molineros y un procurador, fue obispo
de Ourense entre 1659 y 1663, pasando luego a la diócesis de Calahorra y La
Calzada desde el último año citado hasta 1667. Se había ordenado sacerdote en
1617, habiendo estudiado en la Universidad de Valladolid y luego en la de Irache; fue canónigo en
Valladolid, consultor de la Inquisición, juez apostólico, gobernador
eclesiástico, juez y examinador en Ávila, gobernador eclesiástico en la misma
diócesis, provisor y vicario en Ávila y Valladolid y canónigo en Ávila. Tenía
beneficios eclesiásticos, además, en Andosilla, Falces[iii]
y Valtierra, y cuando había quedado vacante en 1633 un beneficio en ésta última,
optó a él obteniéndolo contra las aspiraciones de un estudiante de artes
ordenado de prima tonsura.
Se dedicó a la
inversión en tierras, casas y censos; en 1633 adquirió una hacienda en
Valtierra, en 1635 otra y en 1666 una tercera. Por su parte, M. Pazos Rodríguez
señala que las rentas del obispado de Ourense ascendían de seis a siete mil
ducados anuales, mientras que las de Calahorra 24.000 ducados. En 1666
fundó un mayorazgo con sus propiedades para favorecer, con el tiempo, a un
sobrino suyo de nombre Francisco de la Peña, por el “particular amor y afición”
que le tenía, pero Jiménez de Zubiría nos aclara que el tal sobrino no era
precisamente un santo; de entre los numerosos actos de violencia en los que se
vio incurso uno fue el enfrentamiento con un Baltasar Lesaca, aunque no se
conocen los motivos, pero sí que Lesaca fue asesinado por Francisco de la Peña.
Otros actos por su parte se resumen en sacar la espada amenazadoramente en la
iglesia y en la casa de Ayuntamiento de una villa.
En el siglo XVII ya
podían fundar mayorazgos los que no tuviesen títulos de hidalguía o nobleza, y
aquí estuvo otra de las intenciones del clérigo José de la Peña, hacerse
hidalgo oficialmente, porque los de éste título gozaban de una serie de
inmunidades y privilegios, unos de tipo inmaterial y otros más prácticos, como
no poder ser embargadas sus propiedades en caso de tener deudas civiles, así
como la exención fiscal, entre otras, en tributos concejiles.
Pero tantos afanes y
precauciones no evitaron que llegase el día de su muerte, en 1667, un año
después de su última adquisición inmueble, como hemos visto. Los cabildos de
Albelda y Logroño (colegiatas) se reunieron para establecer la forma del
entierro (ante la inminencia de la muerte), así como las funciones que habían
de hacerse en relación con su sepelio. Hubo ya desacuerdo en cuanto al lugar
que el obispo había elegido para ser enterrado, a la entrada del coro de la
colegial de Santa María la Redonda en Logroño. El cabildo de esta iglesia
exigió que antes del entierro le fueran entregados 500 ducados de vellón,
precio en el que había estipulado el valor de la sepultura.
Se pagó por su heredero
dicha cantidad y el obispo fue enterrado donde deseaba cuando falleció. Además
de en Logroño, la muerte del obispo tuvo mucha repercusión en otras
localidades, una Calahorra, sede de la diócesis. También en Valtierra, donde
tenía destinada una sepultura que el alcalde y los regidores habían acordado
desde un año atrás en la iglesia parroquial.
Por su parte, el
mayorazgo de los de La Peña perduró hasta mediados del siglo XIX, desarrollando
los herederos del mismo una política matrimonial encaminada al aumento del
patrimonio, por medio de casamientos con destacados linajes.
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