Moneda con la efigie de Luis XVIII
La Carta Constitucional
francesa de 1814 comienza aludiendo a la Divina Providencia, en el sentido de
que por su voluntad un rey Borbón volvía al trono. Sigue mencionando que la paz
era algo anhelado, lo que no es extraño tras la etapa napoleónica.
Aunque toda la
autoridad –según esta Carta- recae en el rey, este no tiene inconveniente en
reconocer que sus predecesores han ido modulando el ejercicio del poder
político según los tiempos. Se cita en el preámbulo a los reyes Luis el Gordo,
Luis XI, Felipe el Hermoso, Enrique II, Carlos IX y Luis XVI[i],
el cual –según el texto de la Carta- “reglamentó casi todas las ramas de la
administración pública por diferentes ordenanzas que nadie habría superado en
sabiduría”.
Se hace alusión a la
Europa ilustrada, diciéndose “acordamos hacer concesión y otorgamos a nuestros
súbditos… la Carta Constitucional que sigue…”, en lo que los especialistas han
visto no una Constitución en el sentido liberal y moderno de la palabra, sino
una concesión graciosa del rey que, no obstante, permitirá algunos artículos en
la línea del liberalismo doctrinario.
“Los franceses son
iguales ante la ley”, lo cual no es muy costoso, pues bien sabido es que del
dicho al hecho hay un trecho; cierto que de esta manera desaparecían los
privilegios jurídicos de algunos estamentos, tratándose de una reminiscencia de
los años revolucionarios. El hecho de que se hable de los franceses como
súbditos (y no ciudadanos) indica que el atavismo al antiguo régimen sigue
presente.
El artículo 2º hacía
referencia a la obligación de contribuir a las cargas del Estado, sin hacer
distinción sino por la fortuna de cada uno, y en el artículo 3º se dice que “todos
son igualmente admisibles a los empleos civiles y militares”, lo que también es
herencia de la Revolución, pues en el Antiguo Régimen muchos de aquellos
estaban reservados a la nobleza.
Aunque se pretende
garantizar la libertad individual, pues nadie podría ser perseguido ni
arrestado sino en los casos previstos en la ley, lo cierto es que Carlos X,
sucesor del rey otorgante, hizo saltar por los aires muchas de estas
intenciones con sus pretensiones ultramonárquicas, es decir, la preeminencia
casi absoluta del rey sobre cualquier otra instancia del Estado. El vizconde de
Martignac[ii], primero
ultramonárquico y luego moderado en el régimen que aquí analizamos, se vio
superado por el ímpetu de los liberales en la Asamblea y se unió a ellos
votando que el Gobierno propuesto por el rey, en 1830, tuviese que contar con
el apoyo de dicha Asamblea, lo que desencadenó la revolución que acabó con la
dinastía borbónica en Francia.
Aunque en la Carta se
reconocía la libertad de culto, solo la Iglesia católica recibiría recursos
públicos, siendo aquella la oficial del Estado. En el artículo 8º se proclamaba
el derecho de publicar e imprimir, solamente limitado por el derecho del Estado
a “reprimir los abusos” de dicha libertad. Y no podía faltar lo esencial: todas
las propiedades serían inviolables, incluso aquellas que hubiesen sido
adquiridas por las medidas desamortizadoras en el siglo XVIII y la etapa
napoleónica, no fuese a ser que la gran finanza, los dueños de la propiedad
inmueble y otros por el estilo, retirasen su apoyo al régimen.
Se preveía en la Carta
la restricción del derecho de propiedad por “interés público” y mediante
indemnización, quedando así abierta la puerta a la expropiación de bienes que,
en el caso de los más poderosos, tendrían recursos para evitarlo. En otro orden
de cosas se prohibieron todas las investigaciones abiertas hasta el momento en
que se restauró la monarquía borbónica, lo que implicaba también a los
tribunales de justicia.
El articulo 13ª
declaraba que la persona del rey era inviolable y sagrada (lo primero ha
quedado plasmado en algunas constituciones actuales). Si bien los ministros
serían responsables de sus actos como tales, sólo al rey correspondía la
potestad ejecutiva. Esto entraña una contradicción, pues si un ministro podía
ser declarado culpable por una decisión tomada, no por ello se implicaba al
rey, que no obstante era la cabeza del Gobierno.
Otros artículos vienen
a conferir al rey poderes militares, la facultad de declarar la guerra y
acordar la paz, la capacidad para establecer alianzas y relaciones comerciales,
así como a él correspondía el nombramiento de todos los empleos de la
administración pública. El rey se reservaba también la potestad legislativa
junto con una cámara de los pares y otra de los diputados, siendo la iniciativa
legislativa una prerrogativa real (art. 16ª). Por su parte las cámaras podían “suplicar”
al rey la proposición de una ley sobre cualquier asunto, pero aquel tenía la
última palabra. Como solo el rey podía sancionar y promulgar las leyes, se
puede hablar de una monarquía absoluta “sui generis” con algunos rasgos de
liberalismo que no limitaban suficientemente –en la opinión liberal- aquel
poder.
Una Carta como esta es la que Luis XXIII propuso a Fernando VII para España a partir de 1823, contando con la negativa de este más o menos implícitamente. Sin perjuicio de considerar las diferentes situaciones políticas en los dos países, Francia se libró de una guerra civil que podría haberse producido si la revolución de 1830 no hubiese contado con los apoyos que tuvo; guerra civil que, en España, marcaría la historia política del país por lo menos durante un siglo.
[i] Luis el Gordo, en el s. XII, perteneció a la dinastía Capeta, que los sucesivos reyes de Francia han considerado raíz del Estado. Luis XI, en el siglo XV, reafirmó el poder monárquico frente a las pretensiones nobiliarias. Es curioso que la Carta cite a Felipe el Hermoso detrás de un rey posterior, pues aquel reinó entre los siglos XIII y XIV, combatiendo al papado y a los Templarios, siendo también rey de Navarra. A Enrique II quizá se le cite en la Carta por el empeño que tuvo en combatir a los hugonotes en el s. XVI, sabido el catolicismo de los Borbón. Quizá se cite aquí a Carlos IX por la misma lucha que llevó a cabo en las guerras de religión francesas durante la segunda mitad del s. XVI.
[ii] 1778-1832. Había sido secretario de Sièyes y en 1823 acompañó al duque de Angulema en la restauración de la monarquía absoluta española.
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