lunes, 19 de julio de 2021

La Carta de 1814

 

                                                       Moneda con la efigie de Luis XVIII

La Carta Constitucional francesa de 1814 comienza aludiendo a la Divina Providencia, en el sentido de que por su voluntad un rey Borbón volvía al trono. Sigue mencionando que la paz era algo anhelado, lo que no es extraño tras la etapa napoleónica.

Aunque toda la autoridad –según esta Carta- recae en el rey, este no tiene inconveniente en reconocer que sus predecesores han ido modulando el ejercicio del poder político según los tiempos. Se cita en el preámbulo a los reyes Luis el Gordo, Luis XI, Felipe el Hermoso, Enrique II, Carlos IX y Luis XVI[i], el cual –según el texto de la Carta- “reglamentó casi todas las ramas de la administración pública por diferentes ordenanzas que nadie habría superado en sabiduría”.

Se hace alusión a la Europa ilustrada, diciéndose “acordamos hacer concesión y otorgamos a nuestros súbditos… la Carta Constitucional que sigue…”, en lo que los especialistas han visto no una Constitución en el sentido liberal y moderno de la palabra, sino una concesión graciosa del rey que, no obstante, permitirá algunos artículos en la línea del liberalismo doctrinario.

“Los franceses son iguales ante la ley”, lo cual no es muy costoso, pues bien sabido es que del dicho al hecho hay un trecho; cierto que de esta manera desaparecían los privilegios jurídicos de algunos estamentos, tratándose de una reminiscencia de los años revolucionarios. El hecho de que se hable de los franceses como súbditos (y no ciudadanos) indica que el atavismo al antiguo régimen sigue presente.

El artículo 2º hacía referencia a la obligación de contribuir a las cargas del Estado, sin hacer distinción sino por la fortuna de cada uno, y en el artículo 3º se dice que “todos son igualmente admisibles a los empleos civiles y militares”, lo que también es herencia de la Revolución, pues en el Antiguo Régimen muchos de aquellos estaban reservados a la nobleza.

Aunque se pretende garantizar la libertad individual, pues nadie podría ser perseguido ni arrestado sino en los casos previstos en la ley, lo cierto es que Carlos X, sucesor del rey otorgante, hizo saltar por los aires muchas de estas intenciones con sus pretensiones ultramonárquicas, es decir, la preeminencia casi absoluta del rey sobre cualquier otra instancia del Estado. El vizconde de Martignac[ii], primero ultramonárquico y luego moderado en el régimen que aquí analizamos, se vio superado por el ímpetu de los liberales en la Asamblea y se unió a ellos votando que el Gobierno propuesto por el rey, en 1830, tuviese que contar con el apoyo de dicha Asamblea, lo que desencadenó la revolución que acabó con la dinastía borbónica en Francia.

Aunque en la Carta se reconocía la libertad de culto, solo la Iglesia católica recibiría recursos públicos, siendo aquella la oficial del Estado. En el artículo 8º se proclamaba el derecho de publicar e imprimir, solamente limitado por el derecho del Estado a “reprimir los abusos” de dicha libertad. Y no podía faltar lo esencial: todas las propiedades serían inviolables, incluso aquellas que hubiesen sido adquiridas por las medidas desamortizadoras en el siglo XVIII y la etapa napoleónica, no fuese a ser que la gran finanza, los dueños de la propiedad inmueble y otros por el estilo, retirasen su apoyo al régimen.

Se preveía en la Carta la restricción del derecho de propiedad por “interés público” y mediante indemnización, quedando así abierta la puerta a la expropiación de bienes que, en el caso de los más poderosos, tendrían recursos para evitarlo. En otro orden de cosas se prohibieron todas las investigaciones abiertas hasta el momento en que se restauró la monarquía borbónica, lo que implicaba también a los tribunales de justicia.

El articulo 13ª declaraba que la persona del rey era inviolable y sagrada (lo primero ha quedado plasmado en algunas constituciones actuales). Si bien los ministros serían responsables de sus actos como tales, sólo al rey correspondía la potestad ejecutiva. Esto entraña una contradicción, pues si un ministro podía ser declarado culpable por una decisión tomada, no por ello se implicaba al rey, que no obstante era la cabeza del Gobierno.

Otros artículos vienen a conferir al rey poderes militares, la facultad de declarar la guerra y acordar la paz, la capacidad para establecer alianzas y relaciones comerciales, así como a él correspondía el nombramiento de todos los empleos de la administración pública. El rey se reservaba también la potestad legislativa junto con una cámara de los pares y otra de los diputados, siendo la iniciativa legislativa una prerrogativa real (art. 16ª). Por su parte las cámaras podían “suplicar” al rey la proposición de una ley sobre cualquier asunto, pero aquel tenía la última palabra. Como solo el rey podía sancionar y promulgar las leyes, se puede hablar de una monarquía absoluta “sui generis” con algunos rasgos de liberalismo que no limitaban suficientemente –en la opinión liberal- aquel poder.

Una Carta como esta es la que Luis XXIII propuso a Fernando VII para España a partir de 1823, contando con la negativa de este más o menos implícitamente. Sin perjuicio de considerar las diferentes situaciones políticas en los dos países, Francia se libró de una guerra civil que podría haberse producido si la revolución de 1830 no hubiese contado con los apoyos que tuvo; guerra civil que, en España, marcaría la historia política del país por lo menos durante un siglo.


[i] Luis el Gordo, en el s. XII, perteneció a la dinastía Capeta, que los sucesivos reyes de Francia han considerado raíz del Estado. Luis XI, en el siglo XV, reafirmó el poder monárquico frente a las pretensiones nobiliarias. Es curioso que la Carta cite a Felipe el Hermoso detrás de un rey posterior, pues aquel reinó entre los siglos XIII y XIV, combatiendo al papado y a los Templarios, siendo también rey de Navarra. A Enrique II quizá se le cite en la Carta por el empeño que tuvo en combatir a los hugonotes en el s. XVI, sabido el catolicismo de los Borbón. Quizá se cite aquí a Carlos IX por la misma lucha que llevó a cabo en las guerras de religión francesas durante la segunda mitad del s. XVI.

[ii] 1778-1832. Había sido secretario de Sièyes y en 1823 acompañó al duque de Angulema en la restauración de la monarquía absoluta española.

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