Hoy se yergue en la plaza de la Peregrina, en Pontevedra, un loro metálico que representa al que un boticario célebre pontevedrés tenía a la puerta de su establecimiento, muy cerca, y que hacía las delicias de los contertulios. Pero Ravachol fue, durante la Francia del siglo XIX, un activista de ideas anarquistas que optó por la acción directa o, dicho sea de otra forma, por la violencia. Esto no desmerece la nobleza de sus ideas, que ha dejado plasmadas y que hoy están sobradamente divulgadas.
Su nombre era François Koënigstein y tuvo una infancia dura y miserable por las condiciones de pobreza de su familia. Como teórico del anarquismo no puede comparársele con Most, Cafiero, Tucker, Bakunin, Kropotkin, Reclus y otros. El anarquista Ravachol acabó sus días en 1892 tras ser detenido y habiendo pasado por la guillotina, como era común en aquellos años.
No tengo ni idea de si el boticario pontevedrés, don Perfecto Feijóo, puso el nombre de Ravachol al loro teniendo en cuenta la personalidad del anarquista, pero en algún lugar he leído que el hombre había leído sobre él y de ahí que eligiese dicho nombre para el loro, pues era protestón e inquieto, además de irreverente en sus vocablos. Volviendo al Ravachol humano, quede aquí una referencia de su pensamiento:
Es la sociedad quien hace los criminales, y vosotros, jueces, en lugar
de golpearlos, deberíais usar vuestra inteligencia y vuestras fuerzas
para transformar la sociedad. De golpe suprimiríais todos los crímenes; y
vuestra obra, atacando las causas, sería más grande y más fecunda que
vuestra justicia que se limita a castigar sus efectos. Yo no soy más que
un obrero sin instrucción, pero porque he vivido la existencia de los
miserables, siento más que un rico burgués la iniquidad de vuestras
leyes represivas. ¿De dónde tomais el derecho a matar o encerrar a un
hombre que, puesto sobre la tierra con la necesidad de vivir, se ha
visto en la necesidad de tomar aquello que le faltaba para alimentarse?
Yo he trabajado para vivir y hacer vivir a los míos; hasta tal punto que
ni yo ni los míos hemos sufrido demasiado. Me he mantenido lo que
vosotros llamáis honesto. Después el trabajo faltó, y con el paro vino
el hambre. Es entonces cuando esta gran ley de la naturaleza, esta voz
imperiosa que no admite réplica: el instinto de conservación me empujó a
cometer ciertos crímenes y delitos que ustedes me reprochan y de los
que reconozco ser el autor.
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