Iglesia y plaza de Peralvillo del Monte (Ciudad Real) |
Hay momentos en la historia de
los pueblos en que las iras se desatan y las personas sensatas no encuentran
medio para frenar la barbarie. Las guerras civiles (en España ha habido tres en
los dos últimos siglos especialmente crueles) suelen ser caldo de cultivo
idóneo para aquella ira desatada.
Hoy no encontramos respuesta
racional a lo que perseguían aquellos milicianos que asesinaban a diestro y
siniestro a todo oponente real o imaginario. Los historiadores han podido
demostrar que en la mayor parte de los casos los autores de los crímenes fueron
anarquistas, comunistas y delincuentes comunes, pero habría también de otros
signos. ¿Qué beneficio se podría obtener del asesinato de obispos que se dio
durante los primeros meses de la guerra civil española de 1936? Asesinatos que
fueron acompañados de los de más de seis mil clérigos, según las fuentes mejor
informadas. Habría muchos izquierdistas en España que no estuvieron de acuerdo
con ello, como tampoco los católicos, algunos de los cuales sí justificarían
los crímenes de los seguidores del general Franco, pero seguramente pocos en términos relativos.
Hoy se tienen datos muy fiables,
procedentes de estudios de historiadores de muy variado signo, sobre los
muertos en la retaguardia durante la guerra de 1936, pero aquí nos vamos a referir
a los obispos que, teniendo su residencia en territorio republicano, fueron
víctimas de la barbarie: el de Jaén, Basulto Jiménez, fue fusilado junto a
varios cientos de sacerdotes; lo mismo que el obispo auxiliar de Tarragona,
Borrás Ferré, fusilado y quemado luego con no se sabe qué intención macabra; el
de Guadix, Medina Olmos, pasó por varias cárceles antes de ser fusilado en el
barranco de Vícar, en el centro de la provincia de Almería, con el agravante de
que en su muerte estuvo implicado el alcalde de la ciudad.
El obispo de Barcelona, Irurita,
consiguió escapar, pero fue capturado en diciembre de 1936 y fusilado junto al
cementerio de Moncada, en la provincia de Valencia. El obispo de Almería,
Ventaja Milán, fue fusilado también en el barranco de Vícar el 30 de agosto del
primer año de guerra. El de Segorbe, Serra Sucarats, apresado para ser llevado
a Vall de Uxó, fue apeado en una zona y fusilado junto con otras personas. El
de Ciudad Real, Esténaga, consiguió demorar por algún tiempo su asesinato, pero
a la postre fue fusilado en Peralvillo del Monte, en el centro de la provincia
de Ciudad Real. Así podríamos seguir hasta los trece obispos asesinados, casi
todos durante los primeros meses de la guerra civil.
Ya sabemos que la Iglesia fue
vista por amplios sectores de la población española, sobre todo desde la
segunda mitad del siglo XIX, como aliada del poder y de las clases pudientes,
lo que está atestiguado por multitud de datos, pero nunca como durante la
guerra civil de 1936 se había llegado a los extremos citados. El
anticlericalismo, que se remonta en España al siglo XVIII y que es cosa, en un
principio, de minorías ilustradas, pronto se generaliza entre muchos liberales
del XIX, republicanos y socialistas más tarde. La población anticlerical y
católica supo distinguir muy bien la labor espiritual de la Iglesia de los
abusos en los que incurrían no pocos clérigos, o en la inutilidad social de su
existencia.
Se puede, pues, explicar, el
comportamiento de los asesinos de clérigos tal y como hemos esbozado, pero
explicar, como tantas veces se ha dicho, no es justificar, lo que repelerían las
conciencias más laxas, mucho más las rigurosas.
Allí donde el general Franco se
fue haciendo con el control, a medida que la guerra se desarrollaba, y luego
desde 1939, quiso resarcir a la Iglesia no solo por convicción propia, sino
porque la Iglesia había sido un apoyo fundamental de su victoria, como lo sería
de su régimen, dándole el apoyo y la legitimidad ante los católicos españoles.
Vicente Cárcel Ortí ha estudiado
la forma en que se fueron produciendo los nombramientos de obispos durante el
régimen del general Franco[i].
Particular interés tiene el caso de la diócesis de Vitoria, pues en agosto de
1936 el obispo Múgica había firmado, con el obispo de Pamplona, un escrito
condenando la colaboración de los nacionalistas vascos con el Gobierno
republicano, teniendo que abandonar su diócesis por indicación del papa, yendo
entonces a Roma. Pero al mismo tiempo el obispo Múgica fue acusado de fomentar
el separatismo vasco.
En Tarragona el cardenal Vidal
había tenido que salir de España y, en enero de 1939, cuando Cataluña estaba a
punto de ser dominada por el ejército rebelde, el Gobierno del general Franco
no quiso que regresase a España: en primer lugar no había firmado la carta de
apoyo al levantamiento militar en 1937 y en segundo lugar se le acusaba de
tener propensión al catalanismo. Vidal no pudo regresar nunca a España.
Para Sevilla fue nombrado el
cardenal Segura, que había tenido que abandonar España durante el período
republicano, sustituyendo al fallecido cardenal Ilundain en agosto de 1937. La
diócesis de León fue ocupada, tras la muerte del obispo José Álvarez Miranda en
marzo de 1937, por el sacerdote Carmelo Ballester, lo que ocasionó un conflicto
diplomático con el Gobierno del general Franco porque el marqués de Aycinena,
engargado de negocios en el Vaticano, escribió a Salamanca, donde se encontraba
Franco, pidiendo instrucciones sobre si protestar dicho nombramiento o no, pues
contravenía lo establecido en el Concordato de 1851. Como no recibió respuesta
alguna, la Iglesia decidió el nombramiento sin más espera, y ello fue visto
como una falta de respeto al Gobierno franquista. El caso es que Ballester
estaba en relación muy estrecha con el nuncio Tedeschini, cuya actuación era
muy discutida por “haber dejado caer a la monarquía”.
En 1941 el general Franco
consiguió el privilegio de presentación de obispos que se había establecido en
el Concordato de 1851, pero de una forma diferente: primero se formaba una
lista con, al menos, seis candidatos por el nuncio de acuerdo con el Gobierno,
enviando la misma a Roma. El papa elegía de esa lista a tres candidatos y
enviaba sus nombres al nuncio en España, que los hacía saber al general Franco,
el cual elegía a uno, cuyo nombre se enviaba al papa, el cual procedía al
nombramiento, publicándose en los diarios oficiales del Vaticano y España.
Luego vino el Concordato de 1953,
donde se recogió el convenio de 1941 y la subsistencia en Ciudad Real del
Priorato Nullius de las Órdenes
Militares. Aunque Franco, por diversos testimonios que Cárcel Ortí ha
estudiado, dijo repetidamente que él nunca intervino en la elección de obispos,
lo cierto es que tuvo el privilegio de hacerlo como se ha dicho, además de que
algunos de sus ministros influyeron para que fuesen elegidos algunos, como es
el caso de Guerra Campos, uno de los obispos más reaccionarios del franquismo.
El cardenal Segura, como durante
la República, planteó problemas con el general Franco, el cual le acusó de
abusar de las excomuniones, lo que en boca del general dice mucho de la dureza
con que se debía conducir el cardenal, que a la postre fue destituido por el
papa. Franco llegó a confesar, según su primo Franco Salgado-Araújo, que creía del cardenal Segura sufría una “perturbación mental”. Está convencido –dice Salgado
Araújo en su obra- que el general Franco “está convencido de que el cardenal
Segura está trastornado”.
Cuando se nombró obispo de
Almería a Ángel Suquía en 1966 hubo un conflicto diplomático que no llegó a mayores,
porque la Iglesia no incluyó “la referencia a la presentación del candidato
hecha por el Jefe del Estado”, como sí figuró en las bulas de los otros obispos
españoles. Pero los obispos y el clero, al contrario que durante la II
República española, gozaron durante el régimen del general Franco de los
privilegios que probablemente en ningún otro país tuvieron.
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