martes, 20 de noviembre de 2018

De la persecución al privilegio

Iglesia y plaza de Peralvillo del Monte (Ciudad Real)

Hay momentos en la historia de los pueblos en que las iras se desatan y las personas sensatas no encuentran medio para frenar la barbarie. Las guerras civiles (en España ha habido tres en los dos últimos siglos especialmente crueles) suelen ser caldo de cultivo idóneo para aquella ira desatada.

Hoy no encontramos respuesta racional a lo que perseguían aquellos milicianos que asesinaban a diestro y siniestro a todo oponente real o imaginario. Los historiadores han podido demostrar que en la mayor parte de los casos los autores de los crímenes fueron anarquistas, comunistas y delincuentes comunes, pero habría también de otros signos. ¿Qué beneficio se podría obtener del asesinato de obispos que se dio durante los primeros meses de la guerra civil española de 1936? Asesinatos que fueron acompañados de los de más de seis mil clérigos, según las fuentes mejor informadas. Habría muchos izquierdistas en España que no estuvieron de acuerdo con ello, como tampoco los católicos, algunos de los cuales sí justificarían los crímenes de los seguidores del general Franco, pero seguramente pocos en términos relativos.

Hoy se tienen datos muy fiables, procedentes de estudios de historiadores de muy variado signo, sobre los muertos en la retaguardia durante la guerra de 1936, pero aquí nos vamos a referir a los obispos que, teniendo su residencia en territorio republicano, fueron víctimas de la barbarie: el de Jaén, Basulto Jiménez, fue fusilado junto a varios cientos de sacerdotes; lo mismo que el obispo auxiliar de Tarragona, Borrás Ferré, fusilado y quemado luego con no se sabe qué intención macabra; el de Guadix, Medina Olmos, pasó por varias cárceles antes de ser fusilado en el barranco de Vícar, en el centro de la provincia de Almería, con el agravante de que en su muerte estuvo implicado el alcalde de la ciudad.

El obispo de Barcelona, Irurita, consiguió escapar, pero fue capturado en diciembre de 1936 y fusilado junto al cementerio de Moncada, en la provincia de Valencia. El obispo de Almería, Ventaja Milán, fue fusilado también en el barranco de Vícar el 30 de agosto del primer año de guerra. El de Segorbe, Serra Sucarats, apresado para ser llevado a Vall de Uxó, fue apeado en una zona y fusilado junto con otras personas. El de Ciudad Real, Esténaga, consiguió demorar por algún tiempo su asesinato, pero a la postre fue fusilado en Peralvillo del Monte, en el centro de la provincia de Ciudad Real. Así podríamos seguir hasta los trece obispos asesinados, casi todos durante los primeros meses de la guerra civil.

Ya sabemos que la Iglesia fue vista por amplios sectores de la población española, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX, como aliada del poder y de las clases pudientes, lo que está atestiguado por multitud de datos, pero nunca como durante la guerra civil de 1936 se había llegado a los extremos citados. El anticlericalismo, que se remonta en España al siglo XVIII y que es cosa, en un principio, de minorías ilustradas, pronto se generaliza entre muchos liberales del XIX, republicanos y socialistas más tarde. La población anticlerical y católica supo distinguir muy bien la labor espiritual de la Iglesia de los abusos en los que incurrían no pocos clérigos, o en la inutilidad social de su existencia.

Se puede, pues, explicar, el comportamiento de los asesinos de clérigos tal y como hemos esbozado, pero explicar, como tantas veces se ha dicho, no es justificar, lo que repelerían las conciencias más laxas, mucho más las rigurosas.

Allí donde el general Franco se fue haciendo con el control, a medida que la guerra se desarrollaba, y luego desde 1939, quiso resarcir a la Iglesia no solo por convicción propia, sino porque la Iglesia había sido un apoyo fundamental de su victoria, como lo sería de su régimen, dándole el apoyo y la legitimidad ante los católicos españoles.

Vicente Cárcel Ortí ha estudiado la forma en que se fueron produciendo los nombramientos de obispos durante el régimen del general Franco[i]. Particular interés tiene el caso de la diócesis de Vitoria, pues en agosto de 1936 el obispo Múgica había firmado, con el obispo de Pamplona, un escrito condenando la colaboración de los nacionalistas vascos con el Gobierno republicano, teniendo que abandonar su diócesis por indicación del papa, yendo entonces a Roma. Pero al mismo tiempo el obispo Múgica fue acusado de fomentar el separatismo vasco.

En Tarragona el cardenal Vidal había tenido que salir de España y, en enero de 1939, cuando Cataluña estaba a punto de ser dominada por el ejército rebelde, el Gobierno del general Franco no quiso que regresase a España: en primer lugar no había firmado la carta de apoyo al levantamiento militar en 1937 y en segundo lugar se le acusaba de tener propensión al catalanismo. Vidal no pudo regresar nunca a España.

Para Sevilla fue nombrado el cardenal Segura, que había tenido que abandonar España durante el período republicano, sustituyendo al fallecido cardenal Ilundain en agosto de 1937. La diócesis de León fue ocupada, tras la muerte del obispo José Álvarez Miranda en marzo de 1937, por el sacerdote Carmelo Ballester, lo que ocasionó un conflicto diplomático con el Gobierno del general Franco porque el marqués de Aycinena, engargado de negocios en el Vaticano, escribió a Salamanca, donde se encontraba Franco, pidiendo instrucciones sobre si protestar dicho nombramiento o no, pues contravenía lo establecido en el Concordato de 1851. Como no recibió respuesta alguna, la Iglesia decidió el nombramiento sin más espera, y ello fue visto como una falta de respeto al Gobierno franquista. El caso es que Ballester estaba en relación muy estrecha con el nuncio Tedeschini, cuya actuación era muy discutida por “haber dejado caer a la monarquía”.

En 1941 el general Franco consiguió el privilegio de presentación de obispos que se había establecido en el Concordato de 1851, pero de una forma diferente: primero se formaba una lista con, al menos, seis candidatos por el nuncio de acuerdo con el Gobierno, enviando la misma a Roma. El papa elegía de esa lista a tres candidatos y enviaba sus nombres al nuncio en España, que los hacía saber al general Franco, el cual elegía a uno, cuyo nombre se enviaba al papa, el cual procedía al nombramiento, publicándose en los diarios oficiales del Vaticano y España.

Luego vino el Concordato de 1953, donde se recogió el convenio de 1941 y la subsistencia en Ciudad Real del Priorato Nullius de las Órdenes Militares. Aunque Franco, por diversos testimonios que Cárcel Ortí ha estudiado, dijo repetidamente que él nunca intervino en la elección de obispos, lo cierto es que tuvo el privilegio de hacerlo como se ha dicho, además de que algunos de sus ministros influyeron para que fuesen elegidos algunos, como es el caso de Guerra Campos, uno de los obispos más reaccionarios del franquismo.

El cardenal Segura, como durante la República, planteó problemas con el general Franco, el cual le acusó de abusar de las excomuniones, lo que en boca del general dice mucho de la dureza con que se debía conducir el cardenal, que a la postre fue destituido por el papa. Franco llegó a confesar, según su primo Franco Salgado-Araújo, que creía del cardenal Segura sufría una “perturbación mental”. Está convencido –dice Salgado Araújo en su obra- que el general Franco “está convencido de que el cardenal Segura está trastornado”.

Cuando se nombró obispo de Almería a Ángel Suquía en 1966 hubo un conflicto diplomático que no llegó a mayores, porque la Iglesia no incluyó “la referencia a la presentación del candidato hecha por el Jefe del Estado”, como sí figuró en las bulas de los otros obispos españoles. Pero los obispos y el clero, al contrario que durante la II República española, gozaron durante el régimen del general Franco de los privilegios que probablemente en ningún otro país tuvieron.


[i] “Los nombramientos de obispos durante el régimen de Franco”.

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