domingo, 11 de noviembre de 2018

Los predicadores del rey


Durante el reinado de Felipe IV se consolidó la figura del predicador real, asunto que ha estudiado Fernando Negredo del Cerro en su tesis doctoral[i]. No era este un cargo que se consolidase por mucho tiempo, pues entre 1621 y 1665, los años de reinado de Felipe IV, hubo 150, el mayor número (23) de franciscanos, seguidos de jesuitas (19), dominicos y agustinos (17 cada orden), capuchinos (11), benitos (10), mercedarios (9), jerónimos (7) y otros en número menor, siendo solo cuatro del clero secular sin profesión de orden alguna.

La elección de las órdenes citadas coincide –dice nuestro autor- con el perfil de la Iglesia en su momento. La pastoral de la predicación se hallaba casi en exclusiva en manos de regulares y si los seculares participaban en ella era, en la gran mayoría de los casos, más por obligación que por vocación. Cualquier templo que se preciase, comenzando por la catedral primada de Toledo, contrataba para sus ferias mayores a lucidos predicadores, a veces venidos de lejanos conventos. No digamos nada del medio rural, en el que la escasa preparación de los clérigos locales le impedía explicar la palabra, ocupándose de ello, bien frailes o monjes de cenobios cercanos, bien los misioneros que con cierta regularidad recorrían los contornos.

Algunas órdenes religiosas realzaron internamente la figura del predicador real al revestir a los miembros de su instituto premiados con tal cargo, de una serie de prerrogativas especiales. Este proceso se inició casi siempre a partir de los años cuarenta del siglo XVII, lo que nos revela que con anterioridad no existieron “hermanos de hábito” en tales puestos. Si seguimos a M. Frasso, como hace Fernando Negredo, tenemos que los principales institutos concedieron especiales preeminencias a los predicadores de la Real Capilla.

El agustino Fray Francisco Suárez, por ejemplo, fue elegido predicador supernumerario en 1635, pasando a cobrar gajes dos años después. Estando en su celda del convento madrileño, fue compelido a personarse en el comedor comunal como el resto de los hermanos, cosa a la que se negó alegando su privilegio. Al no verlo respetado, acudió al rey quien, por mano directa del Patriarca, obligó al superior del cenáculo a respetar las prerrogativas del miembro de la Real Capilla.

Entre el año 1621 y el 1665 fue en aumento el número de predicadores (18 en la década que inicia el primer año citado y 40 en el lustro que termina el último). Es fácil colegir que cuando eran menos había más competencia para ser elegido predicador real, por lo que serían mejores (al menos en teoría) mientras que la generalización del cargo derivó en una pérdida de prestigio e importancia, además de entrañar menos trabajo. Lo que está claro es que las órdenes religiosas apetecían el prestigio que representaba tener predicadores reales entre sus miembros. Negredo señala que si al principio del reinado todos los nombramientos llevaban aparejados gajes, al final, acceder a los 60.000 maravedíes de sueldo se hace casi imposible (crisis económica de la monarquía de por medio), por lo que todos los religiosos nombrados debían pasar por un interludio, a veces de varios años, en el cargo sin cobrar. Algunos conseguían, después de muchos intentos, recibir los honorarios, pero un grupo importante moría o era ascendido sin haber visto un real.

Los interesados (por sí o por medio de sus superiores) aprovechaban el estado anímico del rey tras la pérdida de algún hijo, mujer o hermano, para colocarse en la Capilla Real. El rey, en franca decadencia la monarquía, posiblemente tenía a gala conceder esas mercedes sin necesidad de desembolsar dinero alguno. De esta forma –dice Negredo- el rey, a la vez que liberaba un tanto sus cuitas, favorecía a sus valedores y abogados, pues a la postre ellos serían los encargados de rezar por su salvación si esta era posible…


[i] “Política e Iglesia: los predicadores de Felipe IV”, 2001.

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