Durante el reinado de Felipe IV
se consolidó la figura del predicador real, asunto que ha estudiado Fernando
Negredo del Cerro en su tesis doctoral[i].
No era este un cargo que se consolidase por mucho tiempo, pues entre 1621 y
1665, los años de reinado de Felipe IV, hubo 150, el mayor número (23) de
franciscanos, seguidos de jesuitas (19), dominicos y agustinos (17 cada orden),
capuchinos (11), benitos (10), mercedarios (9), jerónimos (7) y otros en número
menor, siendo solo cuatro del clero secular sin profesión de orden alguna.
La elección de las órdenes
citadas coincide –dice nuestro autor- con el perfil de la Iglesia en su
momento. La pastoral de la predicación se hallaba casi en exclusiva en manos de
regulares y si los seculares participaban en ella era, en la gran mayoría de
los casos, más por obligación que por vocación. Cualquier templo que se
preciase, comenzando por la catedral primada de Toledo, contrataba para sus
ferias mayores a lucidos predicadores, a veces venidos de lejanos conventos. No
digamos nada del medio rural, en el que la escasa preparación de los clérigos
locales le impedía explicar la palabra, ocupándose de ello, bien frailes o
monjes de cenobios cercanos, bien los misioneros que con cierta regularidad
recorrían los contornos.
Algunas órdenes religiosas
realzaron internamente la figura del predicador real al revestir a los miembros
de su instituto premiados con tal cargo, de una serie de prerrogativas
especiales. Este proceso se inició casi siempre a partir de los años cuarenta
del siglo XVII, lo que nos revela que con anterioridad no existieron “hermanos
de hábito” en tales puestos. Si seguimos a M. Frasso, como hace Fernando
Negredo, tenemos que los principales institutos concedieron especiales
preeminencias a los predicadores de la Real Capilla.
El agustino Fray Francisco Suárez,
por ejemplo, fue elegido predicador supernumerario en 1635, pasando a cobrar
gajes dos años después. Estando en su celda del convento madrileño, fue
compelido a personarse en el comedor comunal como el resto de los hermanos,
cosa a la que se negó alegando su privilegio. Al no verlo respetado, acudió al
rey quien, por mano directa del Patriarca, obligó al superior del cenáculo a
respetar las prerrogativas del miembro de la Real Capilla.
Entre el año 1621 y el 1665 fue
en aumento el número de predicadores (18 en la década que inicia el primer año
citado y 40 en el lustro que termina el último). Es fácil colegir que cuando
eran menos había más competencia para ser elegido predicador real, por lo que
serían mejores (al menos en teoría) mientras que la generalización del cargo
derivó en una pérdida de prestigio e importancia, además de entrañar menos
trabajo. Lo que está claro es que las órdenes religiosas apetecían el prestigio
que representaba tener predicadores reales entre sus miembros. Negredo señala
que si al principio del reinado todos los nombramientos llevaban aparejados
gajes, al final, acceder a los 60.000 maravedíes de sueldo se hace casi
imposible (crisis económica de la monarquía de por medio), por lo que todos los
religiosos nombrados debían pasar por un interludio, a veces de varios años, en
el cargo sin cobrar. Algunos conseguían, después de muchos intentos, recibir
los honorarios, pero un grupo importante moría o era ascendido sin haber visto
un real.
Los interesados (por sí o por
medio de sus superiores) aprovechaban el estado anímico del rey tras la pérdida
de algún hijo, mujer o hermano, para colocarse en la Capilla Real. El rey, en
franca decadencia la monarquía, posiblemente tenía a gala conceder esas
mercedes sin necesidad de desembolsar dinero alguno. De esta forma –dice Negredo-
el rey, a la vez que liberaba un tanto sus cuitas, favorecía a sus valedores y
abogados, pues a la postre ellos serían los encargados de rezar por su
salvación si esta era posible…
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