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Allah al-Humari fue un
historiador nacido en Damasco que vivió en la primera mitad del siglo XIV y,
siguiendo fuentes anteriores a su época, nos ha dejado una versión de la
jornada del foso, matanza de toledanos (mozárabes, muladíes, beréberes…) en el
siglo VIII, uno de tantos episodios de levantamientos y represión de las
minorías religiosas y étnicas durante la existencia de al-Ándalus.
Toledo, según relata María Crego
Gómez[1], se
consideraba inexpugnable en la época, al tiempo que siempre había sido foco de
discordias entre dominantes y dominados. Allah al-Humari incurre en una
exageración posiblemente intencionada para acentuar aquella inexpugnabilidad,
pues dice que la anchura del Tajo era la misma que la del Nilo.
Los emires de al-Andalus
intentaron colmar de favores a los habitantes de Toledo unas veces, otras
reprimiéndoles, hasta que los ulemas emitieron una fetua favorable a
combatirlos y matar a quien se pusiese por delante. Era entonces gobernador de
Toledo un muladí, Amrus b. Yusuf, que jugó un papel fundamental en la matanza
del foso. En primer lugar –seguimos al autor de Damasco- mandó construir una
fortaleza en un monte de Toledo donde instaló su palacio y se hizo rodear de su
tropa, luego envió aviso al emir para que aprovechase la comitiva de su hijo,
Abd al-Rahman, que podría dirigirse a combatir en la marca superior (en torno a
Zaragoza).
Al pasar por las proximidades de
Toledo, el hijo del emir fue visitado por una delegación del gobernador para
invitarle, junto a su séquito, a un festín en la fortaleza. Aunque en un
principio el príncipe rehusó, luego aceptó gustoso, y una vez en la dicha
fortaleza toledana, fueron invitados también los habitantes de Toledo,
cristianos de uno u otro origen, beréberes, etc. Confiados estos, se vieron
sorprendidos cuando las tropas del gobernador empezaron a sablazos, mazazos y
puñaladas; luego los arrojaron al foso que allí había. Abd al-Rahman siguió
haciendo lo mismo con los que iban llegando, ignorantes todavía de la suerte
que habían corrido los que les precedieron.
Entre los que quedaban hubo uno
que desconfió y advirtió a los demás: “¿Qué les ha ocurrido a los nuestros?
¿Cómo es que veo que la gente va pero luego no regresa? ¿Acaso alguno de
nosotros se ha encontrado con alguien que haya salido y le ha oído hablar de
este banquete y de los agasajos recibidos por los asistentes?”. Luego levantó
la cabeza y vio una enorme emanación de sangre: “Avergonzaos, toledanos –dijo- la espada ha sacado hoy buen provecho de todos vosotros. Habéis caído sobre ella
como caen las moscas en la miel o las mariposas en el fuego. ¡Desgraciados,
mirad al cielo!” y añadió: “¡Maldita sea! Se trata de vapor de sangre y no del
de la comida, pues esto es de color rojo y el de la comida tiene color azul”.
Luego puso al galope su caballo y escapó, siguiéndole los demás, mientras los soldados del gobernador cargaban contra ellos con sus espadas, “que
resplandecían como un relámpago centelleante, hasta el punto de que, desde
entonces, Abd al-Rahman sufrió de estrabismo en los ojos”.
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