Eran todavía
muchas las competencias que la Constitución de Cádiz reservó al Rey, pero en el
artículo 172º se establecieron las restricciones a su autoridad. Está
claro en este artículo el deseo de acabar con los poderes omnímodos de los
monarcas absolutos, así como de garantizar los derechos individuales y el
normal funcionamiento de las Cortes como poder legislativo del Estado.
Estando reciente
la marcha de los reyes, Carlos y Fernando, para abdicar en favor de los deseos
de Napoleón, se limita la libertad del Rey para abandonar el país.
El territorio
nacional, que se especifica está formado por el de la península, islas,
territorios africanos y de América, etc., no podrá ser cedido o enajenado, ni
separado en forma alguna por el Rey, lo que sí era una prerrogativa de los
reyes anteriores. De igual manera la facultad de establecer acuerdos
internacionales en materia de defensa o guerra, corresponderían al poder
Ejecutivo y a las Cortes, nunca al Rey.
El derecho de
propiedad privada, como en otros artículos de la Constitución, queda aquí salvaguardado
en lo que respecta a las intenciones de un Rey que pretendiese conculcarlo, así
como las facultades que se reservan a los tribunales de justicia y que se
quitan al Rey.
Es comprensible
(no quiere decirse justificable) que un rey absoluto como Fernando VII, a la
primera ocasión que se le presentase, echase por tierra la Constitución de
1812, entrando en ese permanente tira y afloja que enfrentó a liberales contra
absolutistas y, más tarde, a liberales más progresistas contra otros más moderados.
Por ejemplo, el
Rey no podía impedir la celebración de las Cortes en las épocas y casos
señalados por la Constitución, ya que dichas Cortes no estaban reunidas
permanentemente. Tampoco podía el Rey suspender las Cortes ni disolverlas, así
como entorpecer sus deliberaciones (“embarazar sus sesiones”). Las personas que
aconsejasen al Rey contra esto, serían declarados traidoras y perseguidas como tales.
El Rey no podría
ausentarse del reino sin consentimiento de las Cortes, y si lo hiciere se
entendería que abdica la corona. Tampoco podía el Rey enajenar, ceder,
renunciar o traspasar a otro la autoridad real, ni cualquiera de sus
prerrogativas. Si el Rey quisiese abdicar el trono en el inmediato sucesor, no
lo podría hacer sin consentimiento de las Cortes.
El Rey tampoco
podría enajenar, ceder o permutar cualquier provincia, ciudad, villa o lugar,
ni parte alguna por pequeña que fuere, del territorio español. El Rey no podía
establecer alianzas ofensivas ni tratados de comercio con ninguna potencia
extranjera sin el consentimiento de las Cortes. El Rey tampoco podría contraer
obligaciones por tratado alguno para dar subsidios a ninguna potencia
extranjera sin el consentimiento de las Cortes.
El Rey no podía
ceder ni enajenar los bienes nacionales sin el consentimiento de las Cortes. Ni
imponer por sí, directa ni indirectamente, contribuciones, ni hacer pedidos
bajo cualquier nombre o para cualquier objeto, sino que siempre los han de
decretar las Cortes. Tampoco el Rey podía conceder privilegios exclusivos a
persona ni corporación alguna.
El Rey no podría
hacerse con la propiedad de ningún particular ni corporación, ni “turbarle en
la posesión, uso y aprovechamiento” de ella; y si en algún caso fuese necesario
para un objeto de conocida utilidad común, tomar la propiedad de un particular,
no lo podrá hacer sin que al mismo tiempo sea indemnizado, “y se le dé el buen
cambio a bien vista de hombres buenos”.
El Rey no podía
privar a nadie de su libertad, ni imponerle por sí pena alguna. El secretario
de Despacho que firmase una orden en ese sentido, y el juez que la ejecutase, serían responsables
ante la Nación, y castigados como reos de atentado contra la libertad
individual. Solo en el caso de que el bien y la seguridad del Estado exigiese
el arresto de alguna persona, podría el Rey expedir órdenes al efecto, pero con
la condición de que dentro de cuarenta y ocho horas debería entregar a dicha
persona a disposición del tribunal o juez competente.
El Rey, antes de
contraer matrimonio, estaba obligado a dar parte a las Cortes para obtener su consentimiento;
y si no lo hiciere, se entendería que abdica la corona.
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