Imagen idealizada del rey Wamba en la plaza de Oriente, Madrid (Wikipedia) |
La importancia que
tenía la esclavitud en aquella sociedad nos lo revela el amplio lugar que
ocupaba en la legislación, tanto civil como canónica; el Fuero Juzgo consagra
las 21 leyes del libro IX, título I, al solo tema de los siervos fugitivos, que
debía ser algo frecuentísimo; se conminaba con graves penas a los pueblos en
los que se albergaban, a los que les daban trabajo en sus fincas, a los que
facilitaban su huida… Hechos en los que se adivinan deseos de aprovecharse de
una mano de obra escasa, a la vez que denuncian el riesgo de un sistema que
impulsaba a tantos a intentar la evasión. Una de las leyes prohibía al amo
matar a su siervo so pena de destierro y confiscación de bienes, pero podía
librarse de la pena simplemente buscando unos testigos que dijeran que el
siervo lo había amenazado o que el amo no había tenido intención de matarlo.
Otra ley prohibía a los “amos crueles” las mutilaciones corporales de sus
esclavos. Los matrimonios entre señores y esclavos se consideraban una
abominación digna de las mayores penas, y también las simples relaciones
sexuales entre una señora y un esclavo. De los abusos de que hacían objeto
tantos señores a sus siervos nada se dice; son lacras permanentes del fenómeno
esclavista.
El descontento de la
gran masa de la población rural, libre o esclava, se manifestaba en revueltas
de las que tenemos poca información. En el movimiento priscilianista, muy
activo en el noroeste de la Península Ibérica, quizás hubiera, bajo apariencias
religiosas, una inquietud de tipo social, hecho frecuente hasta los comienzos
de los tiempos modernos. Prisciliano, de origen galaico, fue condenado por su
misticismo heterodoxo, mezclado con ideas gnósticas y de exagerado ascetismo,
en varios concilios, pero esta condena de carácter espiritual sirvió de
pretexto al emperador Máximo para arrogarse el título de defensor de la fe
ordenando su ejecución en Tréveris (385). Fue el primer hispano muerto bajo
acusación de herejía, aunque no por el poder eclesiástico, sino por el civil.
La muerte de Prisciliano no impidió que sus seguidores se mostraran muy
activos, sobre todo en la Gallaecia, hasta finales del siglo VI.
Pueden también
rastrearse motivaciones sociales en el extraordinario desarrollo de la vida
monacal, posible refugio de seres maltratados, insatisfechos; formaban
comunidades numerosas regidas por alguna de las muchas reglas que entonces se
dictaron. Su importancia económica era grande: combinaban la oración con el
trabajo, laboraban tierras, criaban ganados, por sí mismos y ayudándose de
siervos. Procuraban también disponer de artesanías esenciales para ser en todo
lo posible autosuficientes. Otros buscaban la evasión por el camino opuesto: se
aislaban en vez de agruparse; eran anacoretas, ermitaños, se enclaustraban en
un lugar o, por el contrario, se dedicaban a un vagabundeo (los giróvagos); una picaresca con
apariencias religiosas que siempre ha existido.
Nada tiene de extraño
que en una sociedad muy sacralizada la religión fuese utilizada como válvula de
seguridad por los descontentos. En las alturas el problema tenía otros matices;
los altos cargos eclesiásticos fueron capturados por los ambiciosos que los
utilizaron para sus propios fines. Las luminosas perspectivas abiertas por los
Concilios III y IV, la unión religiosa, la unión de razas, el reforzamiento del
Estado, todos los propósitos se derrumban después de la deposición de Wamba[ii].
Los sucesos ocurridos en los últimos reinados son muy oscuros; faltan fuentes;
las pocas alusiones que pueden espigarse en las crónicas posteriores aluden a
la división de la clase dirigente en facciones irreconciliables; sin duda por
eso existen dos tradiciones acerca del rey Witiza: una favorable a su memoria y
otra que lo describe como un tirano, justificando así la elección de Rodrigo
contra las aspiraciones de los witizanos.
[i] “España,
tres milenios de historia”.
[ii]
(672-680). Su corto reinado lo pasó sofocando rebeliones de unos grupos contra
otros, además de una invasión de norteafricanos en 672 por el estrecho de
Gibraltar. Convocó el XI Concilio de Toledo (675), donde se dictaron medidas
para corregir los vicios y abusos eclesiásticos, y puede que exista relación
con el hecho de que el metropolitano de Toledo, Julián II, interviniese en la
conjura para acabar con la vida del rey, que no había querido ser elegido como
tal en 672.
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