Campo de concentración de Miranda de Ebro (Burgos) |
Son ya varios los autores que se han dedicado a estudiar la formación, funcionamiento y localización de los campos de concentración durante la guerra civil de 1936. Los militares sublevados creyeron que eran necesarios para internar a los desafectos al régimen que se iba a erigir en vencedor y realmente fueron militares los máximos responsables de la gestión de estos campos de internamiento, trabajo forzoso y trato ignominioso, cuando no cruel, a los presos.
Existieron durante la guerra y unos años más durante la postguerra, destacando los de Burgo de Osma y Soria en dicha provincia, La Corchuela y Los Merinales en Dos Hermanas, así como el de El Palmar de Troya (Sevilla); La Isleta y Gando (1) en Gran Canaria; Castro Urdiales y tres más en la capital cántabra, en el monasterio de Corbán, en una fábrica de tabacos y en un cuartel de infantería; el edificio de San Marcos en León, en la península de Llevant (Mallorca) y uno en Formentera; el de Miranda de Ebro y el de San Pedro de Cardeña (Burgos) (1); el de Castuera al este de la provincia de Badajoz; en Cataluña hubo varios (Poble Nou y Horta, Figueres, Cervera y otros); en Galicia el de Betanzos y el de Camposancos (A Guarda); el de Ronda en Málaga; en Cáceres el campo de Los Arenales; en Valencia el hospital de Portaceli. Quizá haya más, de menor importancia por el número de presos allí recluidos y que están pendientes de una adecuada investigación.
Aram Monfort señala que los campos de concentración no eran prisiones, pues allí no iban los presos a penar lo determinado por una sentencia judicial, sino a cumplir una decisión arbitraria por motivos políticos. En estos campos de concentración se trabajaba forzosamente, contrariamente a lo que se hacía en otros centros especiales de evacuación (hubo uno en Manresa y otro en Barcelona) y eran también distintos que los campos de prisioneros, como el de Borges Blanques y Vilanova i la Geltrú. Los campos de concentración fueron improvisados y, en parte por ello, la recepción en los mismos y el trato recibido por los recluidos fue peor. Las autoridades de cada campo gozaban de una gran autonomía, precisamente porque hasta más tarde no hubo un organismo coordinador de los mismos.
Miles de milicianos republicanos, socialistas, comunistas, simples desafectos al régimen de Franco, sospechosos sin pruebas, personajes que habían ocupado cargos de responsabilidad local o vecinal durante la República o durante la guerra fueron a parar a los campos. Según el autor citado, en febrero de 1939 se habían capturado 110.236 hombres durante la ofensiva sobre Cataluña (muchos más presos ya estaban en otros campos) pero ya se habían creado los batallones disciplinarios de soldados trabajadores. En los campos había barracones de madera que servían de albergue a los apresados, en otras ocasiones se trataba de edificios medio arruinados y también de conventos o monasterios. Una de las funciones que encomendaban las autoridades franquistas era adoctrinar a los internos y obligarles a realizar trabajos para redimir penas, pero estaban clasificados según el grado de culpabilidad que se les imputaba, no por autoridad judicial alguna, sino de forma arbitraria.
Muchos prisioneros pasaron por procesos judiciales tras los cuales volvieron al campo de concentración o fueron internados en una cárcel. En otros casos sufrieron la pena capital sin garantías jurídicas de ningún tipo y estando los jueces -militares- totalmente mediatizados por las autoridades políticas. Los que trabajaban en obras civiles, tendido ferroviario, reconstrucción de puentes y carreteras, etc. lo hacían en condiciones de semiesclavitud. Otros cumplían funciones de intendencia y acondicionamiento de instalaciones en el propio campo. Díaz-Balart es el autor de un trabajo revelador sobre los campos franquistas, que lleva por título "El dolor como terapia. La médula común de los campos de concentración nazis y franquistas".
Los hombres eran amontonados en estas instalaciones mal dotadas desde todos los puntos de vista, trasladados de un lugar a otro sin miramientos ni justificación alguna, incluso sin seguridad para su integridad, guiados por escoltas y desatendidos sanitariamente. En no pocas ocasiones fueron trasladados en trenes de ganado, como en la Alemania nazi, en camiones o a pie. Se les requisaba la documentación, se les sacaba información -sobre todo durante la guerra- y se propiciaba la delación tras interrogatorios denigrantes que podían sucederse en el tiempo cuando el preso podía suponer que ya había superado aquel trance.
Algunos campos no citados con anterioridad, como el de Barbastro (Huesca) tuvieron entre 7.000 y 10.000 hombres en el cuartel del general Ricardos. En el de Zaragoza, de San Gregorio, hubo 10.000 y así mismo en San Juan de Mozarrifar, también en Zaragoza. Cataluña, como una de las regiones españolas donde más resistencia se ofreció al franquismo, tuvo campos en todo su territorio, algunos solo abiertos durante unos meses, como el de Bossost, en el Pirineo ilerdense. En algunos de estos, pero también en otros de España, se internó a refugiados que regresaron cuando empezó la segunda guerra mundial en 1939 y Francia fue ocupada en 1940. Firmado el armisticio en el mes de junio de este año por el mariscal Pétain ¿que oportunidad quedaba a aquellos hombres, con más de la mitad de Francia ocupada por los nazis y el resto del país en manos de un régimen colaboracionista?
(1) Ver aquí mismo.
Aram Monfort señala que los campos de concentración no eran prisiones, pues allí no iban los presos a penar lo determinado por una sentencia judicial, sino a cumplir una decisión arbitraria por motivos políticos. En estos campos de concentración se trabajaba forzosamente, contrariamente a lo que se hacía en otros centros especiales de evacuación (hubo uno en Manresa y otro en Barcelona) y eran también distintos que los campos de prisioneros, como el de Borges Blanques y Vilanova i la Geltrú. Los campos de concentración fueron improvisados y, en parte por ello, la recepción en los mismos y el trato recibido por los recluidos fue peor. Las autoridades de cada campo gozaban de una gran autonomía, precisamente porque hasta más tarde no hubo un organismo coordinador de los mismos.
Miles de milicianos republicanos, socialistas, comunistas, simples desafectos al régimen de Franco, sospechosos sin pruebas, personajes que habían ocupado cargos de responsabilidad local o vecinal durante la República o durante la guerra fueron a parar a los campos. Según el autor citado, en febrero de 1939 se habían capturado 110.236 hombres durante la ofensiva sobre Cataluña (muchos más presos ya estaban en otros campos) pero ya se habían creado los batallones disciplinarios de soldados trabajadores. En los campos había barracones de madera que servían de albergue a los apresados, en otras ocasiones se trataba de edificios medio arruinados y también de conventos o monasterios. Una de las funciones que encomendaban las autoridades franquistas era adoctrinar a los internos y obligarles a realizar trabajos para redimir penas, pero estaban clasificados según el grado de culpabilidad que se les imputaba, no por autoridad judicial alguna, sino de forma arbitraria.
Muchos prisioneros pasaron por procesos judiciales tras los cuales volvieron al campo de concentración o fueron internados en una cárcel. En otros casos sufrieron la pena capital sin garantías jurídicas de ningún tipo y estando los jueces -militares- totalmente mediatizados por las autoridades políticas. Los que trabajaban en obras civiles, tendido ferroviario, reconstrucción de puentes y carreteras, etc. lo hacían en condiciones de semiesclavitud. Otros cumplían funciones de intendencia y acondicionamiento de instalaciones en el propio campo. Díaz-Balart es el autor de un trabajo revelador sobre los campos franquistas, que lleva por título "El dolor como terapia. La médula común de los campos de concentración nazis y franquistas".
Los hombres eran amontonados en estas instalaciones mal dotadas desde todos los puntos de vista, trasladados de un lugar a otro sin miramientos ni justificación alguna, incluso sin seguridad para su integridad, guiados por escoltas y desatendidos sanitariamente. En no pocas ocasiones fueron trasladados en trenes de ganado, como en la Alemania nazi, en camiones o a pie. Se les requisaba la documentación, se les sacaba información -sobre todo durante la guerra- y se propiciaba la delación tras interrogatorios denigrantes que podían sucederse en el tiempo cuando el preso podía suponer que ya había superado aquel trance.
Algunos campos no citados con anterioridad, como el de Barbastro (Huesca) tuvieron entre 7.000 y 10.000 hombres en el cuartel del general Ricardos. En el de Zaragoza, de San Gregorio, hubo 10.000 y así mismo en San Juan de Mozarrifar, también en Zaragoza. Cataluña, como una de las regiones españolas donde más resistencia se ofreció al franquismo, tuvo campos en todo su territorio, algunos solo abiertos durante unos meses, como el de Bossost, en el Pirineo ilerdense. En algunos de estos, pero también en otros de España, se internó a refugiados que regresaron cuando empezó la segunda guerra mundial en 1939 y Francia fue ocupada en 1940. Firmado el armisticio en el mes de junio de este año por el mariscal Pétain ¿que oportunidad quedaba a aquellos hombres, con más de la mitad de Francia ocupada por los nazis y el resto del país en manos de un régimen colaboracionista?
(1) Ver aquí mismo.
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