La confesión de los fieles ante los sacerdotes no fue siempre una obligación en la Iglesia católica. En el siglo XIII uno de los concilios lateranenses impuso la confesión privada al menos una vez al año. En el siglo XVI vendrá el concilio de Trento y la Iglesia, acosada por todos los lados, querrá reafirmar su control social con una obligación más estricta de la confesión de los fieles.
Los sacerdotes pasaban a conocer la intimidad de los feligreses en la mayoría de los casos, pues hay que suponer que algunos no confesarían aquellos "pecados" que consideraban "inconfesables" o muy vergonzosos. Esta situación era aún más grave en el caso de las mujeres, pues se exponían a que el confesor supiese cosas que ni sus propios maridos (caso de estar casadas) sabrían. En las pequeñas comunidades, donde un solo confesor atendía a todos los feligreses, la visión panorámica que tenía aquel sobre los fieles era absoluta: podía entrar en la taberna y saber de este y de aquel esto y lo otro; cruzarse con alguien por la calle y tener información sobre sus debilidades, comprar a un vendedor y conocer sus pecados, incluso saber sobre delitos, pleitos entre unos vecinos y otros. Ciertamente el secreto de confesión obligaba al sacerdote a no decir nada, pero el control que él ejercía sobre el común de las gentes era extraordinario. Mejor que el de la policía más preparada.
Por eso los sínodos diocesanos, que recogían las normas emanadas de la cabeza de la Iglesia, exigían que los feligreses se confesasen con el "cura propio", por si había alguno que pretendía ocultarle ciertos "pecados" confesándose con un cura alejado del lugar. Para que esto se pudiese dar sin menoscabo de los efectos sacramentales, el penitente debía contar con permiso del "cura propio", lo que era un inconveniente, pues ya se delataba la intención de ocultamiento. Además, dicha licencia "la pedirán con humildad, reverencia y gratitud", según se dice en el Sínodo de Braga de 1477.
Los confesores debían actuar "como jueces" -dice Fuentes Caballero- con la obligación de "inquirir y juzgar", aunque también se exige que muestren "una especial delicadeza y prudencia al preguntar, evitando siempre la curiosidad". La práctica de la confesión fue evolucionando desde una labor casi inquisitorial hasta una relación más respetuosa con el penitente. En el Sínodo de Oporto de finales del siglo XV, que ha estudiado Fuentes Caballero, "se exige la manifestación íntegra de los pecados o confesión de la boca; se dirán en la confesión las circunstancias necesarias", sin las cuales no es posible una indagación todo lo precisa que se exigía.
Por eso los sínodos diocesanos, que recogían las normas emanadas de la cabeza de la Iglesia, exigían que los feligreses se confesasen con el "cura propio", por si había alguno que pretendía ocultarle ciertos "pecados" confesándose con un cura alejado del lugar. Para que esto se pudiese dar sin menoscabo de los efectos sacramentales, el penitente debía contar con permiso del "cura propio", lo que era un inconveniente, pues ya se delataba la intención de ocultamiento. Además, dicha licencia "la pedirán con humildad, reverencia y gratitud", según se dice en el Sínodo de Braga de 1477.
Los confesores debían actuar "como jueces" -dice Fuentes Caballero- con la obligación de "inquirir y juzgar", aunque también se exige que muestren "una especial delicadeza y prudencia al preguntar, evitando siempre la curiosidad". La práctica de la confesión fue evolucionando desde una labor casi inquisitorial hasta una relación más respetuosa con el penitente. En el Sínodo de Oporto de finales del siglo XV, que ha estudiado Fuentes Caballero, "se exige la manifestación íntegra de los pecados o confesión de la boca; se dirán en la confesión las circunstancias necesarias", sin las cuales no es posible una indagación todo lo precisa que se exigía.
La confesión dio ocasión a que algunos clérigos sucumbiesen a algunas tentaciones al confesar a ciertas mujeres a quienes podían desear. Surge así la solicitación, que muchos autores han estudiado tanto para el caso de España como para el de América. Franciscanos, jesuítas, clero secular que directamente, o mediante terceras personas (generalmente mujeres) solicitaban los favores sexuales de ciertas feligresas. Hay que tener en cuenta que en la sociedad antigua (me refiero a los siglos XVI en adelante y hasta bien entrado el siglo XX) el sacerdote estaba en una posición social dominante respecto de la mayoría de la población, de forma que "solicitar" a una mujer humilde, pobre, sola o esclava ciertos favores, situaba a esta en la disyuntiva de desobedecer a quien se consideraba persona sagrada o aceptar, con el cargo de conciencia que en este caso sufriría.
Muchos católicos no se confiesan hoy en día, considerando que su religiosidad es cosa personal e íntima, así como sus debilidades y faltas, pero otros siguen haciéndolo. En relación a los siglos citados, la solicitación se solía hacer en el momento de la confesión, es decir, estando el sacerdote en el confesionario y la penitente arrodillada en uno de sus lados. En aquella penumbra, soledad relativa (a veces en un convento) a las horas donde la iglesia estaba menos frecuentada, se aprovechaba el cura o el fraile para solicitar. La Inquisición, hasta que dejó de existir, persiguió esto, pero la Iglesia tendió a ocultarlo aunque se produjeran juicios en los que normalmente solo intervenían los denunciantes y los testigos (de haberlos) pero no el acusado; de igual manera que en los últimos años la Iglesia ha ocultado casos de pederastia y otros abusos por parte del clero.
Es muy interesante la obra de Jaime Contreras para el caso de Galicia, si bien trata genéricamente el comportamiento de la Inquisición; la de Caro Baroja sobre las "formas complejas de la vida religiosa"; la de Jaqueline Vasallo sobre la solicitación en la Córdoba argentina; y otras muy conocidas como la investigación de Carmen Martín Gaite ("Usos amorosos del siglo XVIII en España"), Henry Lea ("Historia de la Inquisición Española"), Henry Kamen y Domínguez Ortiz.
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