Fue en el siglo XVIII,
según Céspedes del Castillo[i],
el conjunto de Nueva España y el Caribe. Descontados los metales preciosos, el
tabaco curado y envasado se repartía con el cacao el porcentaje más elevado
dentro del valor total de mercancías indianas exportadas a la Península
(sumaban ambos entre el 48 y el 70 por ciento a lo largo del siglo, pero dentro
de ese porcentaje, el cacao tiende a subir y el tabaco a bajar correlativamente).
El empleo del tabaco se había generalizado en toda América, incluidas las
regiones no productoras y el estanco movilizó en Nueva España bastante capital
privado al admitir depósitos monetarios al interés del 5%, garantizados por la
solidez y altos beneficios del monopolio.
Con el nombre de “La
Ciudadela”, todavía se halla en el casco urbano de México la inacabada fábrica
de tabacos, que fue en su día una de las más grandes obras de arquitectura
industrial de fines del siglo XVIII en el mundo, albergó a miles de operarios y
presenció la primera huelga obrera acaecida en América.
En conjunto, las
reformas que España llevó a cabo en la minería y en los monopolios estatales
supusieron el esfuerzo más ambicioso y sostenido de los gobernantes ilustrados
por fomentar la producción, esfuerzo apoyado por una verdadera política
económica coherente y tenaz en la que se cosecharon no pocos fracasos, pero
también algunos de los mayores éxitos. En las restantes ramas de la producción,
el Estado se limitó a contemplar la actuación de las fuerzas del mercado y la
iniciativa privada, sin ir más allá de medidas legislativas y fiscales de
estímulo, o de disuasión y aun prohibición, estas aplicadas al sector doméstico
en aquellas ramas de la producción que competían directamente con las
exportaciones metropolitanas.
El objetivo de esa
política fue un “pacto colonial” en el que los territorios ultramarinos se
convirtieron en exportadores de materias primas hacia la metrópoli y en mercado
consumidor de las manufacturas que producía la Península. Pero este programa
fue, o puramente ilusorio y utópico (dice Céspedes), o de propósitos y alcance
limitados. Un ejemplo fueron las inaplicables órdenes secretas dadas a los
virreyes para que demolieran los obrajes, con idea de suprimir la industria
textil de ultramar.
El tráfico negrero que
habían ejercido en exclusiva franceses e ingleses durante la primera mitad del
siglo XVIII, se trató de poner en manos españolas, especialmente a partir de la
creación de la “Compañía gaditana de negros” (1765) y la adquisición de los
primeros dominios españoles en Guinea (islas de Annobón y Fernando Poo, 1778)[ii],
pero los resultados fueron modestos.
De todas formas, las
mercancías indianas aumentaron tanto en el siglo XVIII su valor que
representaron el 25 por ciento, frente a las exportaciones de metales preciosos
(75%). Aquellas mercancías fueron el azúcar refinado, el tabaco en rama, el
cacao, materias tintóreas, algodón, tardíamente café, cuero, pieles y cobre
chileno. Se intentó que de unas regiones a otras de América se
intercambiasen productos si no competían con los españoles: los vinos y
aguardientes peruanos no pudieron salir del virreinato salvo mediante el
contrabando, pero las exportaciones de pieles y cueros en Buenos Aires subieron
de unas 150.000 piezas anuales a casi millón y medio; se empezó a comercializar
el sebo, antes no exportado, para la fabricación de velas, y poco después la
carne (la industria de salazón de carnes se exportaba desde Buenos Aires a Cuba
y Brasil, originando la puesta en explotación de las salinas).
La monarquía española
mejoró los puertos y caminos, puentes, fortificaciones, edificios públicos y
construcciones navales. España exportó a América productos andaluces como el
vino de calidad, aceitunas y aceite de oliva, vinagre, frutos secos y cera. A
ellos se sumaron aguardientes valencianos y, sobre todo, catalanes. Los productos
siderúrgicos vascos conservaron su mercado ultramarino pero la única región
española que se abrió a mercados nuevos en América fue Cataluña, con sus
tejidos de algodón liso y estampado (colonias
e indianas) y sus exportaciones
de papel, cuya demanda había crecido a partir de la invención mexicana del papelito o cigarrillo moderno. Los
sombreros peninsulares, en parte fabricados con lana peruana de vicuñas, se
vendieron en ultramar a partir de 1758 gracias a un fuerte proteccionismo.
Pero la producción
industrial ultramarina fue mucho mayor y más diversificada, alcanzando en
algunas regiones y épocas del siglo XVIII una autosuficiencia casi completa,
aunque la industria sedera de Nueva España se arruinó por la competencia de
sedas chinas llegadas desde Manila. Grandes talleres concentraban a cientos de
operarios; los obrajes enteros, por
ejemplo, producían en casos conocidos hasta cien mil varas de paño anuales; sin
embargo, la aparición de licencias y
composiciones para legalizar algunos de estos obrajes nos indican que un
número considerable de ellos debieron operar sin control alguno, pese al
esfuerzo de visitadores y protectores de indios para fiscalizar el trato que
recibían, a veces durísimo…
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