Mapa de Ptolomeo |
La obra de John Darwin
comienza diciendo que la desaparición del emperador Tamerlán, a principios del
siglo XV, fue un punto de inflexión en la historia universal, pues el personaje
citado fue el último de la serie de “conquistadores del mundo”. A partir de ese
momento vino el ascenso de Occidente.
“El sueño del imperio”
es un intento de historia global en la que no se estudie solo un país o un
aspecto, sino los vínculos que en las diversas regiones de Eurasia se fueron
formando para estudiarlos conjuntamente. El autor cita que “el estudio del pasado
solo puede ser válido cuando se comprende plenamente en todos los pueblos
tienen historia, que sus historias devienen de forma concurrente y en el mismo
mundo y que el acto de compararlas es el principio del conocimiento”. En este sentido, ya en el prólogo, el autor
constata los esfuerzos que se han hecho en los últimos años para hacer una
historia no occidental. Quizá ello se deba –dice- al impacto de la
globalización, las diásporas y migraciones y la liberación parcial de muchos
regímenes, siendo China el más señalado, donde la historia se había considerado
como “propiedad privada del Estado”.
Cuando Europa llegó a
al mundo moderno se ha visto que compartía muchos rasgos de otras partes de
Eurasia. La muerte de Tamerlán coincidió con los primeros indicios de un cambio
en el comercio a larga distancia: “la ruta este-oeste continental fue
sustituida paulatinamente por el descubrimiento del mar “como recurso común a
todos que permitía acceder a cualquier parte del mundo” y esto transformó la
economía y geopolítica de los imperios. Después de Tarmerlán no surgió ningún
nuevo conquistador dispuesto a dominar Eurasia. El autor se refiere al Pacífico
desde China, al Índico hasta el este de África y a la parte más oriental de
Atlántico hasta las grandes rutas abiertas por portugueses y castellanos en
primer lugar.
En esta obra se cita al
historiador holandés J. C. van Leur (1908-1942) que “había denunciado el modo
en que la historia de Indonesia había sido escrita desde el punto de vista
occidental, ‘desde la cubierta del barco, las murallas del fuerte, la galería
superior de una firma comercial’, como si no pudiera ocurrir nada sin que un
europeo estuviera presente o lo ordenara”. Leur acabó con la idea, cuando fue leído,
de que durante el siglo XVI la llegada por mar de los europeos hubiera
transformado la economía comercial asiática. Al contrario –dice Darwin-, los
europeos fueron los últimos en integrarse en un inmenso comercio marítimo cuyos
pioneros habían sido los asiáticos y que unía a China, Japón, Corea, el Sudeste
asiático, la India, el golfo Pérsico, el mar Rojo y África oriental. La
economía “global” ya existía y no hubo que esperar a que la formasen los
europeos, por lo tanto la historia de los asiáticos no se puede pasar por alto.
Hoy vemos que, a pesar de la superpotencia que representa Estados Unidos, hay estados
que juegan un papel primordial en la “globalización”, como es el caso de China
e India.
Hoy sabemos que desde
el siglo XV hubo una cadena de “conexiones” que unieron a gran parte de la
Eurasia de la primera Edad Moderna. “Como ya sugiriera van Leur, la conclusión simplista
de que los europeos galvanizaron a una Asia somnolienta tras la llegada a India
de Vasco de Gama en 1498 era una tergiversación de la realidad”. Una densa red
comercial ya unía entre sí a todos los puertos y productores de la costa de
África oriental y del sur del mar de China. Los comerciantes asiáticos no
fueron las víctimas pasivas de una absorción europea; los gobiernos de Asia
eran algo más que los depósitos depredadores que pinta la mitología europea y
que aniquilaban el comercio y la agricultura imponiendo tasas punitivas y
confiscaciones arbitrarias. “En distintas partes de Asia existían economías de
mercado en las que la división del trabajo, el comercio especializado y el
desarrollo urbano… eran muy semejantes a los europeos. Sobre todo en China,
donde la magnitud de los intercambios comerciales, la sofisticación del
crédito, la utilización de la tecnología y el volumen de producción (sobre todo
en el ramo textil) indicaban la existencia de una economía preindustrial al
menos tan dinámica como la europea de la época”.
En 1800 ya había
regiones de Eurasia capaces, al menos en teoría, de dar el gran salto adelante
e ingresar en la era industrial. Según Edward Said –a quien cita nuestro
autor-, las descripciones europeas atribuían de forma simplista a las
sociedades asiáticas cualidades estereotipadas, “casi siempre degradantes, y
traslucían el intento constante de retratarlas como antítesis perezosas,
corruptas o degeneradas de una Europa rebosante de energía, dominadora y
progresista.
La “historia
descolonizada” ha puesto a Europa en su sitio hasta el punto de que ahora hay
historiadores que defienden que no llevaron los europeos a las colonias la
modernidad: en la India los británicos llegaron a un acuerdo con los brahmanes
para afianzar el sistema de castas y convertirlo en un sistema administrativo. En
el África colonizada se pactó con los jefes tribales haciendo pasar esto como “un
acto de respeto a la tradición local”. Es cierto que entre 1870 y 1940 Europa
extendió al mundo el intercambio de productos manufacturados, materias primas y
alimentos; el tráfico adquirió un volumen ingente y dio lugar a flujos de
personas y dinero, pero durante las décadas de 1970 y y 180 la historia “subalterna”
empezó a escudriñar la estructura de muchas antiguas sociedades coloniales. “Puso
de manifiesto la existencia de complejas comunidades campesinas que se
resistían ferozmente al control exterior”. La “historia descolonizada” animó a
muchos grupos sociales, étnicos, religiosos y culturales a salir de entre las
sombras…se documentaron y se descubrieron las ambiciones y los proyectos de los
pueblos colonizados: maestros, escritores, comerciantes, campesinos emigrantes
y minorías. Los ‘mundos estáticos’ que la ‘dinámica’ Europa había conquistado
bullían de vitalidad”.
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