Ruinas del convento del Carmelo en Budia (Guadalajara) |
El profesor Pedro Olea ha publicado una obra[1]
en la que muestra las relaciones entre la Iglesia y la masonería, a partir de la
documentación que se guardó en el Archivo de la Nunciatura de Madrid y
que ahora se encuentra en el Archivo Vaticano.
A finales de 1814 era Secretario de Estado el cardenal Hércules Consalvi,
que a finales del siglo XVIII había estado preso en Roma dentro del proceso de la Revolución Francesa.
Se trataba de un noble que, a partir de 1814, jugó un importante papel en la
defensa de las monarquías absolutas, una vez derrotada la Francia napoleónica. Un
noble absolutista y otro, Cipriano Palafox y Portocarrero, conde de Montijo,
que en España colaboró con el rey José, se afilió a la masonería y fue un confeso
liberal.
Toda la burocracia vaticana se puso en marcha para combatir a la
masonería poniendo “un dique” a “la secta de los llamados francmasones,
carbonarios…”. En el caso de España se encargó del asunto a la Inquisición, repuesta
por el rey Fernando VII tras su vuelta de Francia, y aquella, en manos de Mier
y Campillo, se propuso actuar “con suavidad y dulzura” contra la masonería. Se
invitó a que las personas que se habían afiliado a la masonería o al
liberalismo abjurasen de ello mediante confesión ante los sacerdotes, que
expedirían el correspondiente documento acreditativo, pero “si había personas a
las que repugnaba el documento, los confesores quedaban facultados para
absolverlos igualmente”. Mier había presidido la Junta local de Defensa en
Vélez Rubio desde 1808, pero luego tuvo que andar huyendo de Cartagena a
Mojácar: un absolutista en toda regla.
Durante el trienio 1820-1823 la masonería –dice el autor al que sigo-
volvió a crecer, siendo Gran Maestre del Oriente Nacional el Conde de Montijo y
esto fue lo que le llevó más tarde a ser apresado en Santiago de Compostela. En
1818 Pío VII había publicado una bula contra los carbonarios que afectó entre
otros al exministro Argüelles, otro que tuvo que sufrir prisión ya en 1814
(Ceuta) y luego en Alcudia.
Los obispos españoles se fueron pronunciando sobre el asunto, el primero
el de Jaén, e incluso uno, el de Santander, especuló con la posibilidad de que
algún día “no sea posible restablecer el Santo Tribunal de la Inquisición”, lo que
añadiría, a su juicio, una dificultad para luchar contra las sociedades
secretas, particularmente la masonería. El obispo de Lugo, José Antonio de
Azpeitia, consideró que publicar la bula papal “desconfío que produzca nada…”.
¿Y si había miembros del clero afiliados a sociedades secretas? A la Iglesia se le planteó un
problema, porque tanto ellos como los laicos eran reos de lesa majestad y “las
antiguas leyes de España no habían respetado nunca la exención del clero” en
esta materia.
Tras la bula de Pío VII varios miembros de sociedades secretas se
presentaron ante las autoridades y aportaron importantes revelaciones, aunque
la eficacia de la bula había quedado bastante disminuida. Otro decreto
favoreció las retractaciones, que hasta el momento habían sido pocas, además de
preservar la inmunidad de los eclesiásticos que se hubieran adherido a las
sociedades secretas. Uno de estos –según Pedro Olea- fue el canónigo de Osma,
Eusebio Campuzano, que había pertenecido a los comuneros durante el trienio
liberal.
Más tarde, el papa León XII publicó una encíclica (Ubi primum) que condenaba de nuevo a las sociedades secretas, lo
que llevó a una abierta controversia entre el nuncio y el obispo de Teruel, Felipe
Montoya Díez, que no había publicado el documento del anterior papa. Por su
parte, Fernando VII, en 1824, publicó un decreto por el que se concedía indulto
y perdón a todos, exceptuados los que habían pertenecido a sociedades secretas,
pero aún así el obispo de Teruel estuvo en desacuerdo, porque su intención fue que sufrieran persecución no solo los que se habían mostrado anticlericales
sino los que habían simpatizado con el liberalismo.
Pero el nuncio siguió recomendando una obra de pacificación entre unos y
otros, mientras que el obispo de Teruel había considerado al trienio como una
persecución para la Iglesia,
e incluso acusó al nuncio, Giustiniani[2],
de haber procedido con ligereza en la secularización de religiosos. Este nuncio
explicaba al obispo de Teruel que debía considerar si estaba equivocado, pues
los demás prelados habían aceptado las medidas papales y del rey, pero Montoya identificaba al conspirador político con el hereje, lo que no estaba
dispuesto a hacer el nuncio. Montoya estuvo también en contra de las
disposiciones legales sobre el pago del medio diezmo (exigía que el diezmo se
siguiese cobrando íntegro por parte de la Iglesia), etc.
El obispo de Tortosa, Víctor Damián Sáez[3],
habla de un sacerdote afiliado a los comuneros, mientras que León XII, en 1825,
publicó su constitución Quo graviora, que
reiteraba las condenas contra las sociedades secretas. Luego vinieron las
respuestas a dicha constitución por parte de los obispos: el de Mondoñedo,
Bartolomé Cienfuegos, se lamentó de que “faltaba el gran baluarte de la Inquisición”; el de
Cartagena, el de Granada, el de Sigüenza, el de Córdoba, el de Zamora… El de
Osma, Juan Cavia González, publicó en 1827 una pastoral en la que lamentaba que
los trastornos provocados por los masones no se hubieran limitado al orden
civil, constatando que estos ya se habían infiltrado en las cortes sin que los
reyes los apartasen y recordó la necesidad de los “rayos del Vaticano” para
combatirles.
Una logia masónica descubierta en Granada llevó a cinco de sus miembros a
ser ajusticiados, “pero fueron más los que lograron huir”. En dicha ciudad y en
Málaga hubo abundantes arrestos de masones. A partir de 1850 el autor al que
sigo constata la presencia de sacerdotes en las sociedades secretas: Tomás
Pastor, párroco del Salvador de Elche, del obispado de Orihuela. Pendiente de
una sentencia del tribunal de la
Rota para ser o no repuesto en su curato, su obispo, Félix
Herrero Valverde, hizo cuantas gestiones pudo para que el tribunal eclesiástico
dejase sin curato al acusado, pero la
Rota mandó reponer en su cargo al párroco, no obstante haber
pertenecido a sociedades secretas. Igualmente repuso en su curato al párroco de
Villanueva de Castellón (cerca de Játiva) diócesis de Valencia.
El obispo de Orihuela no cesó en su empeño y consiguió del ministro
Calomarde que apartara a los dos curas de sus parroquias, “dejándoles para su
sustento la congrua sinodal sobre la renta y productos de su curato".
En 1833 el obispo de Ibiza, Basilio Carrasco Hernando, tenía a tres curas
suspensos de sus curatos y a un beneficiado, los cuatro comuneros. Un canónigo
tesorero de Granada, Francisco Ruiz Navamuel, fue nombrado obispo de Astorga,
pero acusado de pertenecer a los comuneros, fue advertido y renunció al
obispado. Una carta de Francisco Lorente, rector de Maicas (norte de la actual
provincia de Teruel) dice: “ha llegado a mí noticia … que en esa corte hay
una suciedad de malos sacerdotes antipapistas finos…”. La carta va dirigida al
nuncio Brunelli (en España a mediados del s. XIX) y le recomienda “guárdese de
ellos por Dios”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario