Si Pierre de Coubertin hubiera sabido que le
quedaban pocos años de vida, probablemente no se hubiese prestado a la farsa
que los colaboradores de Adolfo Hitler prepararon para los Juegos Olímpicos de
1936. Los nazis, como es sabido, llevaban tres años en el poder y ya habían
demostrado cuales eran sus modos, su régimen… y aún quedaba lo peor.
Exiliado en Ginebra vivía al parecer pobremente,
además de sufrir algunas desgracias familiares que, sin duda, amargaron sus
existencia. Es sabida su afición al deporte, no tanto por haberlo practicado
cuanto por los esfuerzos que dedicó para reeditar los Juegos Olímpicos de la
era moderna.
El régimen nazi dividió a buena parte de la
sociedad europea y americana –sobre todo- sobre la oportunidad de participar en
las olimpiadas de 1936 en Berlín. El Gobierno francés, presidido por el
socialista Léon Blum, llevó el asunto al Parlamento y allí se dio la misma
división. España, por su parte, estaba en su particular guerra civil y no se
planteo enviar a delegación deportiva alguna.
Los colaboradores de Hitler veían peligrar los
juegos en Berlín si las autoridades olímpicas decidían –presionadas- designar a
otra ciudad, no alemana, para los juegos. Entonces es cuando la burocracia
alemana se pone en marcha para viajar a Ginebra, entrevistarse con Pierre de
Coubertin, ofrecerle una serie de reconocimientos y prebendas, una buena
cantidad de dinero, a cambio de que con su prestigio en el mundo del deporte,
apoyase los juegos de Berlín. Allí se discriminó a los atletas judíos y se
utilizó a los negros para no caer en la evidencia más palpable.
El barón aceptó: no sabemos si por las
estrecheces económicas que pasaba o porque no tuvo especiales escrúpulos en
apoyar a un régimen –implícitamente al menos- tan terrible como el nazi. Los
reconocimientos a su labor a favor del deporte están fuera de duda, su
comportamiento político es bastante más negro.
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