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La Universidad de México se fundó en 1551 por cédula real y
quedó bajo la autoridad de la
Audiencia, pero esto no significa que gozase de medios para
llevar a cabo su misión, que lo que se enseñaba fuese de la calidad requerida y
que quienes enseñaban tuviesen la formación adecuada. Una serie de vicisitudes,
disputas, problemas, egoísmos, se sucedieron a lo largo de los años. En
realidad, si la
Universidad mexicana subsistió fue por el interés de las
autoridades locales.
En el año citado no había obispo en México, lo
que privó al que luego vino de incidir en sus aspiraciones y derechos sobre la Universidad, y esto
será un primer problema con el que tendrán que convivir profesores y alumnos.
El obispo que llegó en 1554 fue el polémico y autoritario Alonso de Montúfar[1],
que no tardó en nombrar rector a un sobrino y se empeñó en que la Universidad fuese más
clerical de lo que había nacido. Montúfar había sido inquisidor durante más de
veinte años[2] y su carácter fue tal que
ni sus sobrinos escaparon del calabozo episcopal cuando lo consideró oportuno.
Fue acusado de comprar minas a un hermano suyo, de robar las limosnas de la
ermita de Guadalupe y de loco. A finales de 1569 comenzó su caída.
La Universidad no tenía sede propia y los sacerdotes eran
escasos, ignorantes y codiciosos en su mayoría (¿a que se iba a América?). La
verdadera Iglesia –dice Enrique González- eran los frailes. Así las cosas,
llegan a México primero Pedro Farfán (1568) y luego Pedro Moya de Contreras
(1571).
En la época los cargos eclesiásticos eran
vistos como una paga: por poner un ejemplo, el inquisidor Valdés, que fue
obispo durante treinta y nueve años, solo residió cuatro en sus diócesis, no
habiendo visitado ni siquiera algunas. El rey, por su parte, que veía en el
alto clero una ayuda estimable como juristas, les premiaba continuamente: casi
todos los Consejos reales estuvieron presididos por obispos. En cuanto a Moya y
Farfán, ambos fueron protegidos por un superior, sin lo cual difícilmente
hubiesen prosperado en la carrera administrativa que desempeñaron. Moya fue
nombrado inquisidor en 1569 para Murcia y más tarde presidió el primer auto de
fe formal en Nueva España. Fue entonces cuando se ordenó como presbítero, pues
hasta ese momento era un simple clérigo.
En el caso de Farfán pesaba sobre él la
sospecha de descendiente de conversos, por lo que se hicieron las trampas
necesarias para demostrar su “limpieza de sangre”. Fue oidor en 1568 ya en
México y se han podido demostrar las muchas irregularidades jurídicas que cometió. Cuando al año siguiente llegó la fecha para elegir al nuevo rector de la Universidad, lo fue
Pedro Farfán, con lo que se rompía la costumbre de designar a un canónigo de la
catedral, y así fue durante unos treinta años. Farfán, contra lo ordenado por
los estatutos, repitió como rector dos años después, pero dejó una Universidad
más entera y organizada que cuando llegó. Es entonces cuando Moya llega a
México como inquisidor.
Los conflictos entre Moya y el virrey fueron
continuos, empezando por el protocolo: la vara, símbolo de la autoridad del
inquisidor, debía ser tenida en alto por su alguacil incluso delante del virrey
(Enríquez en ese momento) a lo que se negaba este. Algo parecido, pero con
mayor calado, ocurrió en Sicilia ente el virrey Colonna y los inquisidores.
En cuanto Moya se enteró de que pesaba sobre
Farfán la sospecha de descendiente de conversos, desempolvó el expediente y
empezó el acoso: se trataba de que quien dirigía la Universidad, un
colegial, dejase de hacerlo en favor de un clérigo inquisitorial.
En 1560 había llegado a México el canónigo
maestrescuela Sancho Sánchez de Muñón, que pronto se enemistó con Montúfar,
hasta que más tarde le convino amigarse con él. Parece que fue uno de los
principales delatores cuando la conspiración del hijo de Cortés, Martín, sobre
la que los franciscanos dijeron que no había tal y que todo fue un juego de la Inquisición para hacer
valer sus poderes[3]. Muñón demostró una gran
eficacia en la tramitación de cédulas reales: de venticinco, catorce fueron a favor
de su persona, obteniendo 2.000 pesos de pensión anual en premio a sus
servicios como delator. En México entabló excelentes relaciones con Moya,
denunciando ambos que Farfán, como rector, otorgaba grados arbitrariamente,
cobraba sumas excesivas en propinas, etc. Seguramente era verdad porque el
virrey contestó al rey que “los gastos en comidas de grados se habían
moderado”.
El rey creyó que convenía un visitador para que
le informase de todas las irregularidades que llegaban a sus oídos, pero el
virrey Enríquez, en 1577, decidió incumplir la orden dando largas al asunto.
Pero el rey reiteró su exigencia y no quedó más remedio que acatarla, por lo
que el virrey nombró para dicha misión a… Farfán. Todo bien para este salvo que
poco después fue relevado de su cargo el virrey Enríquez por el conde de La Coruña, el cual dejó las
cosas en manos de la
Audiencia y del arzobispo, que llevó sus acusaciones hasta lo
último. En 1583 escribió al rey que los oidores tenían escandalizado a todo el
reino con los abusos que cometían contra los indios. En ese mismo año se
designó juez, para dilucidar lo que pasaba, al propio acusador, que empezó por
destituir a todos los miembros de la Audiencia, embargó precautoriamente muchos
bienes, vetó la aplicación de los estatutos de Farfán y anuló grados.
Farfán fue acusado de casarse sin permiso, de
encubrimiento de un cuñado delincuente, de usurpación de terrenos de indios y
de decenas de fraudes; fue condenado a inhabilitación durante diez años para el
cargo de oidor y a devolver tierras; luego fue rehabilitado y enviado a la Audiencia de Lima, pero
no llegó a tomar posesión de ese destino. La rica heredera con quien tenía
desposado a un hijo todavía impúber fue sustraída del lugar de confinamiento
por el virrey Villamanrique, casándola con su cuñado…
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