Busto de Tito Flavio |
El Septizonio
fue un edificio del que no se sabe gran cosa (distinto al que hizo construir
posterormente Septimio Severo) cerca del cual había nacido el que luego sería
emperador romano, Tito Flavio, criado, según Suetonio, en la corte con
Británico, recibiendo la misma educación y teniendo los mismos maestros que él.
En cierta ocasión Británico y Tito bebieron un mismo veneno, pero mientras el
primero murió, el segundo, tras larga enfermedad, no. El mismo autor nos dice
que Tito sabía escribir con extraordinaria rapidez, compitiendo en ocasiones
con los secretarios más diestros y sabía imitar todas las firmas, por cuya
razón decía de sí mismo “que pudiera haber sido excelente falsificador”.
Tito se casó con
una mujer llamada Arricidia Tertula, pero una vez que esta falleció se unió a
Marcia Furnila, de ilustre familia. Más tarde se divorció de ella teniendo con
ella una hija. En el campo militar se apoderó de Tariquea y de Gamala, las dos
plazas más fuertes de Judea, pero en una de las batallas perdió su caballo,
cogiendo el de un soldado que acababa de caer muerto y siguió guerreando. Con
el tiempo se hizo cruel, pues hacía perecer sin vacilar a todos los que eran
sospechosos. “Citaré –dice Suetonio- entre otros al consular A. Cecina, a quien
había invitado a cenar, y que, apenas salido del comedor, fue muerto por orden
suya”.
Murió Tito
durante un viaje al país de los sabinos, a los 41 años de edad y después de
poco más de dos años de reinado. Pero antes Suetonio le dedica algunos
reconocimientos laudatorios, pues fue el primero, desde Tiberio, que no anuló
las gracias que algunos habían obtenido de sus predecesores. A cambio no
despachaba a nadie sin darle esperanzas de que atendería sus peticiones,
prometiendo más de lo que podía dar. Tuvo preferencia por los gladiadores
tracios y, para hacerse más popular, permitió al pueblo entrar a las termas
donde él mismo se bañaba.
Tras la erupción
del Vesubio en la Campania y el incendio que sufrió Roma durante tres días,
nombró a varones consulares encargados de aliviar la suerte de los que
sufrieron aquellas calamidades. Dedicó las riquezas de sus palacios a la
reconstrucción de los templos con el objeto de aplacar la ira de los dioses, y
como en aquella época había delatores y sobornadores de testigos, les hizo
azotar en pleno Foro y, en los últimos momentos de su reinado, llevándolos al
Anfiteatro en donde unos fueron vendidos en subasta y otros condenados a la
deportación a las islas más áridas.
Estableció, por
último, entre otras reglas, que nunca podría perseguirse el mismo delito en
virtud de muchas leyes, ni turbar la memoria de los muertos pasado cierto
número de años (5), siendo el objeto de esto evitar la disputa por la condición
de herederos.
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