miércoles, 27 de diciembre de 2017

Obreros a principios del siglo XX



La jornada laboral de ocho horas, que se ha ido implantado en los diversos países a lo largo del siglo XX, ha sido una reivindicación de los asalariados desde que el movimiento obrero la empezó a exigir en sus manifestaciones del 1º de mayo de cada año. En 1906 la prensa obrera de la época hablaba de que dichas manifestaciones ya no causaban terror a la burguesía, pero sí las temían. Una de las propuestas que se llevaron a la manifestación de ese año fue el abandono del trabajo cuando hubiesen transcurrido ocho horas para poder asistir a la manifestación obrera, lo que seguramente implicaba sanciones y problemas sin número para los trabajadores que llevaban a cabo dicha propuesta.
Otras reivindicaciones fueron, en el año citado, legislación protectora del trabajo, el abaratamiento de las subsistencias y la realización por parte de los estados de obras que paliasen el paro. En la prensa obrera se hicieron premoniciones y denuncias sobre lo que ocho años después ocurriría: el estallido de la guerra de 1914, diciendo que se trataba de un intento de defender los intereses de las clases pudientes, pero que los mayores padecimientos serían para los trabajadores.

Ya existía conciencia, y así se publicó, de que el 1º de mayo había borrado las fronteras, pues representaba la hermandad entre los trabajadores sin distinción de raza o nacionalidad. La consigna de que se abandonase el trabajo al cumplirse las ocho horas fue una resolución aprobada en la Internacional de Ámsterdam durante su cuarta conferencia (1905, 23 y 24 de junio), confirmada por un congreso celebrado en Bourges (centro de Francia).

Pero “La Unión Obrera”, órgano de la UGT, planteó también una reivincación relativa a la mujer trabajadora: en su VIII congreso, celebrado los días 16 al 19 de mayo de 1905 se acordó pedir al Insituto de Reformas Sociales que este acordase la reforma de la ley y reglamento sobre el trabajo de mujeres en “el tiempo” anterior y posterior al parto, teniendo en cuenta las prescripciones de la ciencia médica del momento.  La propuesta fue hecha por la delegada de los “constructores” de calzado de Bilbao, Virginia González. La ley española tenía fecha de 13 de mayo de 1900, y se pedía tener en cuenta “la conservación de la raza” y el bienestar de la clase trabajadora.

Se aportaron entonces informes médicos en los que se hablaba de la particular constitución física y fisiológica de la mujer, “siendo un verdadero delito permitir que se agote en el trabajo”. Se constataba que las enfermedades de las mujeres eran mucho más frecuentes y graves en las regiones industriales que en las demás y que la mortalidad de los niños crece en dichas regiones por el esfuerzo en el trabajo de las embarazadas. Los partos prematuros –se decía- son una lacra que se extiende a los niños recién nacidos, más débiles que los demás.

La legislación española concedía a la mujer descanso del trabajo durante las tres semanas posteriores al parto, pero el Congreso de la UGT  lo consideraba insuficiente, citando a la “Société Obstetricale” de Francia, que recientemente había considerado necesario el descanso de la mujer durante cuatro semanas después del parto como mínimo. Se citan los casos de Austria, Bélgica, Dinamarca, Inglaterra, Hungría y Países Bajos, en los que, entre 1885 y 1901 ya se había recogido esta exigencia. En Alemania y Noruega, por su parte, la ley establecía un descanso para la mujer de cuatro a seis semanas después del parto. 




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