Cádiz a principios del s. XIX (https://www.diariodecadiz.es/cadiz) |
En 1886 daba a la luz
las “Memorias” de Antonio Alcalá-Galiano, su hijo, también de nombre Antonio,
comprendiendo sesenta y ocho capítulos que fueron escritos a finales de la
década de 1840, por lo tanto cuando el autor estaba cerca de los sesenta años,
pues había nacido en 1789. Moriría en 1865.
Comienza exponiendo el
propósito de su obra, así como hablando de su linaje, del que estuvo muy
orgulloso, sobre todo por el papel desarrollado por su padre, Dionisio
Alcalá-Galiano, como marino, que moriría en Trafalgar en 1805. También de su
madre, a quien debió una esmerada formación en su infancia y primera juventud,
dedicado a la lectura de los más variados autores y aprendiendo varios idiomas.
Ya niño viajó a la
corte y fue presentado a los ministros de Hacienda y Marina, en lo que se
demuestra que no solo su padre, sino otros miembros de su familia materna,
estaban bien relacionados social y políticamente. Niño enfermizo, siguió
siéndolo cuando joven, encontrándose muy mal en varias ocasiones, sobre todo cuando
estuvo destinado en Suecia. Aún niño obtuvo el grado de cadete de guardias
españolas, una especie de indicación a dedicarse a la milicia para los hijos
de las familias afortunadas.
Regresa a la isla de
León, entonces –como indica su nombre- separada de la Península Ibérica y
comprendiendo San Fernando y Cádiz, ciudad esta última donde había nacido. Allí
pudo ver la escuadra española armada para combatir a Inglaterra en el cabo de
San Vicente, el bombardeo de Cádiz y el papel de Mazarredo como jefe de la
escuadra. Es en estos momentos cuando Antonio Alcalá-Galiano es trasladado a
Cádiz y empieza a ir a la escuela, donde conoce a una serie de maestros de los
que habla muy mal, en algún caso porque le repugna el trato dado a algunos
alumnos mediante golpes, mismo desnudándoles las posaderas a la vista de los
demás.
Luego pasa a una
academia que él llama de don Juan Sánchez y allí tiene maestros de francés y
latín, experimentando el discípulo evidentes progresos. Su padre, entre tanto,
viajó a México y luego volvió a España con un cargamento de plata, después de
haber burlado la vigilancia de los cruceros ingleses, que hacía tiempo
interceptaban a los buques españoles para hacerse con su carga. De nuevo viaja
su padre a Veracruz y dos tíos maternos del autor, también marinos, salen para
Brest.
Alcalá-Galiano visita,
entre tanto, la biblioteca de un tío suyo de nombre Juan María, entregándose a
la lectura de varias de las obras que allí encuentra. Pero no solo, sino que
parece haberse puesto de moda en Cádiz, entre los muchachos, la afición a las
ceremonias religiosas, componiendo nuestro autor, a su corta edad, sermones en
muchos casos improvisados, lo que produce un curioso efecto en su auditorio, en
ocasiones adulto.
Surge entonces una de
tantas epidemias que sufrió la ciudad de Cádiz, como otras de la época.
Incorporado al cuarto batallón de Guardias, Alcalá-Galiano se queda en casa,
sin embargo, con licencia. Poco después regresó su padre y nuestro autor hace
cuenta de la fortuna de su familia, que comprendía el salario de
su padre, los regalos que recibía cada vez que traía metales preciosos de
América, algunas propiedades en Cádiz y un capital en Cuba que –dice- era
difícil de ir cobrando con el paso de los años, pues los deudores no eran de
los buenos.
En esta época leyó
“sólo la parte de las obras más divertida, como las tragedias y cuentos de
Voltarie”, pero también “Nueva Eloísa” de Rousseau, y las “Cartas Persas” de
Montesquieu, diciendo que no vio en estas obras “el veneno de la irreligión”,
aunque añade “acaso porque no acerté a entenderlos”. Poco después embarcó con su
padre en el navío Bahama con destino a Nápoles, relatando las peripecias de la
navegación, los cambios de rumbo, el fondeo en Argel, ciudad que le parece
extraordinaria, y después en Túnez, de la que no habla tan bien, para luego
llegar a Cartagena. Aquí trató con algunos personajes que a él le parecieron
notables (Solano y Císcar), incurriendo en algunos episodios propios de la
precocidad de nuestro autor. Reemprendido el viaje a Nápoles, se inicia en el
estudio de la lengua italiana que, dice, no le resultó difícil
dados los conocimientos que tenía de latín.
Describe Nápoles y el
estado político del país y relata el regreso a España, donde asiste a unas reales
nupcias y festejos en Barcelona. En esta época su padre es ascendido a
brigadier y al hijo se le ofrece entrar en la Armada, pero su padre se opuso.
Antes de seguir
cabe decir que, literariamente, las Memorias de Alcalá-Galiano son de una
calidad extraordinaria, con riquísima prosa y abundante y escogido léxico. La
narración se hace amena aún con frases llenas de yuxtaposiciones y
subordinadas. En ocasiones muestra esperanza, en otras optimismo, no pocas
veces desazón, con el tiempo escepticismo, pasando por momentos tristes y otros
que el “vitupera” por alocados.
Aún niño siguió sus
estudios en casa, pero reunido con otros jóvenes, fundó una Academia en la que
unos y otros hicieron sus ensayos literarios. Mientras tanto otra epidemia
asoló Cádiz y de nuevo otro conflicto bélico con Inglaterra, sobre el que unos
y otros, también los miembros de la familia de Alcalá-Galiano, se forman
opiniones diversas. Por esta época entabló amistad con José Joaquín de Mora,
algo mayor que él, nacido también en Cádiz pero en 1783. Este llegaría a ser un
periodista y escritor con formación jurídica y activo político durante parte de
su vida. Su liberalismo le llevó al exilio londinense en 1823 y algo más tarde
fue llamado por Ribadavia a Buenos Aires para trabajar al servicio del Presidente
argentino. También empezó Alcalá correspondencia con Martínez de la Rosa.
En cuanto a la figura
de Bonaparte, y debido a los conflictos con Inglaterra, se dividió la opinión
española en época de Alcalá, particularmente en Andalucía, entre mamelucos
(simpatizantes con la cultura inglesa) y los que veían a Inglaterra como la “pérfida
Albión”. Galiano se confiesa mameluco, diciendo que se había ido formando esta
opinión por influencia de su padre, que seguramente admiraba la importancia de
la Armada inglesa. “Todo, pues, continuaba para mí próspero”, dice, pero se
acercaba la hora en que una desdicha iba a traer una cadena de desventuras,
refiriéndose a la muerte de su padre en 1805.
Para la batalla de
Trafalgar los buques franceses se unieron a la escuadra francesa de Villeneuve,
combatiendo frente al cabo de Finisterre y, posteriormente, llegando a Cádiz la
escuadra combinada. Nuestro autor viajó entonces con su madre, enferma, a
Chiclana y se separa por última vez de su padre (sin saberlo). En estos días
tuvo que salir la escuadra inesperadamente, presenciando desde una altura
cercana a Cádiz, nuestro autor, el combate de Trafalgar, que tuvo lugar en
medio de una borrasca imponente, siguiendo luego una falta de noticias
preocupante. Preguntando por el navío que mandaba su padre, y siendo informado
de que había sido destrozado, entiende que aquel ha muerto y Alcalá elogia la
memoria del ilustre marino que también fue matemático y cartógrafo.
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