viernes, 22 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (9)

El lugar de Los Arapiles (Salamanca)

Sobre la victoria hispano-británica en Los Arapiles dice Galiano que “no era la batalla de aquellas en que pueden disimular los vencidos el revés, pintándole como triunfo”. La fausta noticia llegó a Cádiz por mar y se divulgó pronto, siendo recibida con alegría y esperanzas, pero Cádiz seguía siendo atacada con los obuses de los franceses, y al atravesar las granadas el aire, las saludaba la población con silbidos y palmadas, según cuenta nuestro autor. Por aquellos días se estrenó un himno que había compuesto Juan Bautista Arriaza, “composición ni mala ni buena, pero bastante aplaudida, si bien no por Martínez de la Rosa ni por mí”. Arriaza fue uno de esos poetas a caballo entre el neoclasicismo y el romanticismo, pero no es extraño que de la Rosa y Galiano no simpatizasen con él, pues fue un acérrimo absolutista.

Madrid había sido ocupada por el ejército británico después de tres años y medio en manos de los franceses, legando a Cádiz la noticia y, estando a punto de llegar la noche, se iluminó la ciudad, teniendo en cuenta que allí había muchos madrileños refugiados. Los franceses, por su parte, no tardarían en retirarse de las inmediaciones de la isla de León y de toda Andalucía, desistiendo de la conquista de España. La felicidad pública era total, de igual manera que lo celebraba nuestro autor, tanto por ser patriota como empleado público. Pizarro aprovechó la alegría para hacerse con el ministerio del Interior y llevarse consigo a Galiano, pero no lo aprobó Villavicencio, diciendo que habiendo emprendido una carrera, “mudarla por otra no me estaría bien, especialmente estando en mis primeros pasos”. El deseo de Galiano, que expresó a su tío, era salir de España destinado a una legación.

Se levantó el sitio de Cádiz con nuevas alegrías y la gente se apresuró a visitar el campamento francés abandonado, en las cercanías de Puerto Real y del Caño del Trocadero. “Había ansia de pisar tierra del continente, de respirar el aire del campo”. Excitaban su curiosidad las baterías donde estaban los obuses y la población hecho por los enemigos para tener acampadas sus tropas, “obra primorosa, pero hecha a costa del lindo pueblecito de Puerto Real, convertido en ruinas”.

Con la retirada de los franceses se abrió al Gobierno campo donde ejercer su autoridad, pero al poco tiempo hubo un revés vergonzoso de las armas españolas en Castilla, mandándolas don José O’Donnell, hermano del conde de La Bisbal. Esto ocasionó un reñido debate en las Cortes, donde hubo quien tronase aún contra el regente, como si éste tuviese culpa de la mala fortuna o impericia de su hermano. Renunció el conde de La Bisbal “picado no de la resolución de las Cortes, pues ninguna hubo contra él o contra su hermano, sino solo de las acusaciones graves hechas contra éste último en el debate”. En sustitución de éste cubrió la vacante Pérez Villamil, “ganando esta elección los antirreformadores”, aunque Villamil, en una carta dirigida el rey en 1808, había hablado de la necesidad de hacer una Constitución. Vuelto de Francia, donde estuvo preso, mostró su desaprobación a las reformas hechas en España e incluso “apego a la monarquía antigua”.

Galiano desaprobaba muchas resoluciones de las Cortes, pero aún más de la Regencia, “no obstante ser parte de ésta mi tío, cuya casa había dejado de frecuentar”. Tampoco Pizarro era partidario del Gobierno al que servía, habiéndose enfriado la amistad que antes tuviera con Galiano. El común amigo de ambos, Jonama, hecho oficial de la Secretaría de la Gobernación, y Galiano, “perenne en mi puesto de agregado a la Secretaría de Estado”, decidieron publicar un periódico local al que llamaron El Imparcial, que tuvo por objetivo una actitud crítica ante unos y otros, aunque el periódico estaba en manos de liberales convencidos, a veces extremados y otras “quedándonos cortos”. En el periódico se trató con irreverencia a Argüelles y otros de su lado, lo que le llevó a una oposición furibunda, e incluso creyendo algunos que era servil, lo que llevó al descrédito de la publicación. Por si esto fuese poco, un artículo de Jonama sobre derecho político y constitucional vino a aumentar el número de los opositores a El Imparcial que, dice Galiano, eran poquísimos los que lo leían.

Sí gozaba “del aura popular” otro periódico, éste llamado La Abeja, que si en algunos casos era ingenioso y chistoso, por general estaba mal escrito, a juicio de nuestro autor. Este período hacía la guerra a El Imparcial, y en esto es estaba cuando las Cortes decidieron dar el mando supremo de los ejércitos aliados a lord Wellington, de cuyos debates “secretos” dio cuenta La Abeja, en lo que se demuestra que los redactores de éste periódico tenían infiltrados en los altos mandos políticos de España. El diputado Pedro Labrador protestó contra esto en las Cortes, pero poco caso se le hizo.

El general Ballesteros, por su parte, mandaba una división corta al principio, pero ya crecida, hasta ser un mediano cuerpo de ejército, que a la sazón estaba con lo principal de sus fuerzas en la ciudad de Granada, teniendo repartidas algunas por Andalucía. Había sido Ballesteros un ídolo del vulgo, y aún en la milicia tenía acalorados partidarios, aunque al comienzo de la guerra había sido vergonzosamente sorprendido en Santander, dejando muertas, prisioneras o dispersas todas las tropas puestas bajo su gobierno, y escapándose él por mar, solo o muy poco acompañado; pero después se había destacado y de ahí su fama, primero en Niebla, luego en Algeciras y las vecinas tierras de Gibraltar. Galiano revela que Ballesteros solía expresarse vulgarmente, como cuando dijo que “había ido cazando a los enemigos como conejos”, pero con esto agradaba.

Así, cuando al pasar de Niebla a Algeciras se detuvo algunos días en Cádiz, acudía la gente ruda a mirarle como un portento, pero lo cierto es que “no tenía táctica, pero que sabía matar franceses”. Una vez en Algeciras Ballesteros, sorprendiendo a un general francés le dio muerte con sus propias manos, y sabiéndose estas cosas se le admiraba, por lo que decidió “mezclarse algo en la política”, pero sin tomar partido fijo. La noticia de que fuese nombrado general de todos los ejércitos aliados Wellington, molestó a Ballesteros, lo manifestó violentamente a las Cortes, pero la Regencia le respondió con vigor enviando para vigilarlo a un brigadier obediente provisto de las órdenes oportunas. Pero Galiano estaba de acuerdo en esto con Ballesteros y en El Imparcial escribió a favor del general español y oponiéndose a confiar al inglés tan alto mando.

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