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En el verano de 1816
tuvo lugar el casamiento del rey Fernando VII con su sobrina doña María Isabel
de Braganza, celebrándose con muchos festejos el evento, incluso por los
liberales gaditanos, según nos informa Galiano, que por su parte compuso un “Epitalamio”
irónico, en realidad una invectiva contra el rey, corriendo nuestro autor un
riesgo evidente. Enseñó los versos y enseguida fueron conocidos por muchos, de
forma que cuando se hablaba de ellos se confesaba su autor, hasta el punto de
que don Juan Nicasio Gallego, afamado poeta, diputado que había sido, estando
confinado por constitucional en la Cartuja de Sevilla y pasado luego a Madrid,
viéndose con Galiano, con el abate Juan Osorio y con don Tomás González Carvajal,
que había sido ministro de Hacienda en 1813, éste, cono no conociera a nuestro
autor de vista, preguntó quién era, a lo que Osorio le contestó “es Galiano”,
continuando Carvajal diciendo que “por ahí han corrido unos versos que,
atribuidos a usted, no sabiendo quién otro hubiese por estos lugares capaz de
haberlos compuesto”, lo que enorgulleció a nuestro autor.
Pizarro, que ya se ve
se las arreglaba bien, fue nombrado ministro de Estado, pero la amistad con
Galiano “estaba concluida y hasta olvidada”, además de que el haber sido
nombrado ministro por el rey no le recomendaba a los ojos de nuestro autor,
cuyo tío paterno, Antonio Alcalá-Galiano, le dijo que Pizarro había preguntado
por él, por lo que debía escribirle. Galiano se negó repetidamente, hasta que
por fin accedió, confesando que debió mantenerse en la negativa, pues su carta
no tuvo respuesta.
La masonería, por su
parte, tenía la cabeza en Granada, donde estaba como capitán general el conde
de Montijo, que de delator de constitucionales ahora era el caudillo en las
filas de los enemigos del Gobierno. Los masones españoles obedecían a la
masonería francesa en unos casos, en otros a la escocesa y en otros, en fin, a
los de la república angloamericana. Pero en España fue creado un supremo
gobierno de la hermandad, en oposición directa al Gobierno, estando la
masonería anatematizada y perseguida en lo civil y religioso, dice Galiano.
Cada vez que se juntaban los masones de una localidad, corrían gravísimo
peligro; aún así “teníamos nuestro aparato”, adornos, etc. Entre los masones
españoles reinaba un fraternal afecto, circunstancia nacida del “fanatismo de
secta que nos poseía”.
Pero en 1817 la
masonería española aún no estaba resuelta a obrar activamente contra el
Gobierno, de forma que sus miembros “querían detenerse tanto” que provocaron
que un corto número de ellos defendiese ir más allá de la celebración de ritos
ociosos. Habiendo intentado el general Lacy enarbolar el pendón constitucional
en Cataluña, cayó prisionero, pero algunos de sus colaboradores se pusieron a
salvo y llegaron a Gibraltar, de paso para América. Sabedores de ello los
masones de Algeciras, acudieron a darles auxilio, pero los de Cádiz se
dividieron entre quienes veían apropiada esta acción y los que no. Un personaje
que se daba grandes apariencias de celoso y miraba mucho por sí, cuya conducta
posterior no se correspondió con lo que prometía, “y cuyo nombre no quiero
citar, con voz hueca y campanuda, simuló sentir la suerte de Lacy, a la sazón
ya muerto”. Contra esta actitud clamó Galiano, acalorado con otros varios,
sustentando que si la masonería no se empleaba en favorecer a cuantos algo
hiciesen para derrocar al Gobierno, su existencia era ridícula.
Un viaje a Madrid lleva
a Galiano a visitar a Pizarro, aunque según dice su principal objeto era
trabajar en la logia de la capital, al tiempo que las necesidades económicas iban
apareciendo en la vida de nuestro protagonista. Se había reconciliado con su
cuñado, lo que le había permitido hacerse con algunos bienes herencia de sus
padre, lo que le permitía pasar a su mujer, aún separado de ella, un “corto
auxilio”, aprovechando para decirnos que había cometido el delito –del que no
fue culpada- de haber causado la muerte de una criatura por abandono y deseos
de encubrir su nacimiento.
Galiano encontró
disuelta la logia de Madrid, cuyos miembros habían sido perseguidos y disueltos
por el Gobierno, pero no debemos olvidar que también quiso ver a Pizarro, y al
pasar a verle “batallaban en mi interior encontrados y vehementes afectos”. Al
presentarse al ministro tuvo con él una conversación fría y formal, además de
corta, pero consiguió que se le pagasen los sueldos devengados de tres años,
los gastos de su viaje a Suecia y otros. Regresó a Cádiz, donde vio que los
trabajos masónicos andaban lentos. “Como blasonase yo mucho de rumboso- dice- y
también de delicado… me convencí de que, según iba, al cabo de pocos años daría
fin a mi caudal, y tendría que contraer deudas”. Volvió otra vez a Madrid a
mediados de 1818, llevando con él sus enseres, su tía e hijo. La intención era
volverse a presentar a Pizarro, lo que hizo y vio que le recibía fríamente,
solicitándole puesto en el Consulado de España en Marsella, pero como al poco
tiempo el ministro perdió su puesto, de nada sirvió la petición.
El sucesor fue el
marqués de Casa Irujo, Carlos Martínez de Irujo, presentándose a él Galiano,
que fue recibido afablemente, pero en esto pasa nuestro protagonista a hablar
de su relación con José Joaquín de Mora, amigo antiguo suyo, el cual se
encontraba en la pobreza después de varios vaivenes. Pero su estancia en Madrid
no le era agradable, según confiesa, y se había conformado a tolerar al
Gobierno, por lo que visitó a su tío Villavicencio, que ya era capitán general
de Marina y ocupaba un alto puesto en la corte, el cual le contó que era
costumbre en el rey salir disfrazado de noche, a modo de los sultanes, para
averiguar por sí el estado de los negocios, así como para entregarse a diversiones
ajenas a la dignidad real.
Por fin el autor es
nombrado secretario en Brasil y, regresando a Cádiz, a su paso por Sevilla tiene
conocimiento de ciertos proyectos revolucionarios. A partir de éste momento se
relaciona con Mendizábal, participa en la conspiración que culminará en enero
de 1820 y relata la actitud dubitativa, a la postre progubernamental, del conde
de al Bisbal, las relaciones del autor con la masonería, que estuvo en la
conspiración revolucionaria, etc. Pero antes relata sus preparativos para ir a
tomar posesión de su destino en Brasil.
Besó la mano del rey
por la merced recibida y ofreció sus servicios a la reina, la cual moriría al
final del año 1818, por lo que su amigo Mora le pidió que escribiese algo para
ser publicado, pero con la condición de que no se supiese su autoría. Cuenta
entonces Galiano que cuando salió a la luz el escrito agradó mucho al rey,
dándose la paradoja de que el autor se escondía, lo que el autor hacía para que
los constitucionalistas no supiesen se había plegado a colaborar con el
Gobierno e incluso a elogiar a la reina.
(*) Parte superior de la estatua sedente que José Álvarez Cubero hizo de la sobrina y esposa de Fernando VII. Mámol, 145 por 77 cm. (1827).
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