sábado, 23 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (11)

Medina Sidonia (Cádiz) https://www.lugarnia.com

Labrador continuó siendo ministro a pesar de no ser liberal, lo que quiere decir que la influencia que tuviese valía más que otra cosa si de poder se trataba. Dice Galiano que siguió tratándole “con ofensivo despego”, pero sin echarle de la Secretaría. Otra cosa es el estado de salud de nuestro autor, por lo que decidió pasar una temporada en Medina Sidonia, población en el centro de la actual provincia de Cádiz, a unos 400 metros de altitud sobre el nivel del mar; en dicha localidad había nacido su madre y residía su parentela.

Como en estos momentos empiezan ciertos sinsabores personales para Galiano, cuenta que vivía con su mujer en buena paz, corriendo los años 1811 y 1812, habiendo acogido a su suegra en casa, pero se culpa de “concurrir demasiado a una casa donde había señoras, si de clase muy decente, de nada ejemplar conducta”, aunque dice que su asistencia a esta casa era inocente, ya que en lo que se ocupaba era en una tertulia, en su mayor parte de hombres, algo así como lo que en tiempo más tarde se llamaron casinos o círculos, con la diferencia de haber señoras. En cuanto a su mujer dice que empezó a notar “ciertas ligerezas” que fueron indicios de muchos desarreglos futuros. Así, antes de salir para Medina Sidonia, tuvo un disgusto “de los más graves”, pues desaprobó que su mujer fuese a ciertas diversiones algo alegres a las que no era invitado su marido y a donde la llevaba su madre (la suegra de Galiano). Se llegó a los insultos y nuestro autor fue acusado de violencia, lo que él niega, yéndose al día siguiente a su pensado destino.

Llegado a Medina Sidonia, siendo mediados de marzo, se sentía ya la primavera y el autor se dio a paseos, “porque así nada me distrae de mis pensamientos… con solo la callada comunicación que entablo entre los hermosos objetos de la creación…”. Decidió entonces escribir a Martínez de la Rosa, de la que recibió respuesta. Disfrutaba de los placeres de la sociedad local, viviendo el autor en casa de un primo segundo suyo, llamado Francisco de Paula de Laserna, que sabía de memoria casi todos los versos de Quevedo. Pero no era este pariente el único que hacía grato su pasar en Medina Sidonia, sino también tres parientas, dos de ellas muy jóvenes, y la otra “no en la primera juventud”, pero solo con pocos años sobre los veinte, casada con un anciano enfermo, y las otras dos solteras.

La de más años, sin belleza singular, tenía unos preciosos ojos, a decir de Galiano, pero confiesa que no miró a ninguna de las tres “con pasión amorosa”. Estas damas habían tenido mucho trato con los franceses durante los más de dos años en que estos ocuparon la plaza, pero ahora sentían satisfacción en estar acompañadas de su pariente. A ratos leía –dice Galiano- a veces traducía, pero otra cosa hubo “que fue entonces mi principal encanto”. Se trata de una pasión que, si no fue la mayor de su vida, fue, en el breve plazo que duró, la más vehemente y la más loca (son sus palabras). La persona de la que se enamoró estaba casada con un hombre viciosísimo, se había separado de él y vivía con su madre, sospechando ser viuda, pero sin saberlo de cierto.

Hablaba francés la supuesta viuda y destacaba sobre todo en escribir cartas, pero con estas cualidades juntaba la señora otras menos recomendables, dice Galiano. Su conducta, aunque tal vez por efecto de su desdicha, no había sido ejemplar, y era entonces tachada por atribuírsele amores con más de un francés. Era, además, hipócrita afectando sensibilidad. Se la había presentado su primo Laserna y nuestro autor empezó a visitarla, formándose ella, quizá, el proyecto de convertirse en amante de Galiano, que aún no había cumplido los veinticuatro años. A todo contribuía la indisposición con su mujer, por lo que se daba la situación “para concebir una pasión violenta”. Así se lo manifestó a la viuda, que mostró corresponderle, pero fingiendo vergüenza, y Galiano se fue empeñando más y más, aunque no por ello dejó el trato con sus lindas parientas, con las que estaba cuando no lo hacía con la viuda, sabedora de que ella era la preferida.

Pero terminó el plazo de permiso para reponer su salud, aun habiéndosele prorrogado, y Galiano emprendió el regreso a Cádiz, donde fue recibido por su madre y encontró a su mujer con ánimo de reconciliación, a lo que nuestro autor se negó. Una y otra vez ella insistió, hasta que Galiano aceptó dicha reconciliación con ciertas condiciones, pero las condiciones ya estaban dadas para que, en una próxima ocasión, los cónyuges se separasen.

El verano de 1813 fue para España un período de triunfos, además de que el peligro de que el país cayese bajo dominio francés era ya improbable, pues Napoleón sería vencido en Leipzig en octubre de aquel año. La “criminal” pasión del autor terminó pronto, dice, y poco después fue nombrado secretario en Suecia, donde pasaría una de las etapas más delicadas en cuanto a salud de su vida, pasando antes por Londres. El proponente para tal destino fue el ministro de Gracia y Justicia don Antonio Caño Manuel, que desempeñaba interinamente la Secretaría del Despacho de Estado. Galiano no tardó en salir de Cádiz, pero antes –como queda dicho- se reconcilió con su mujer, pues sus culpas “no encerraban una ofensa directa a mi honor”. Le encargó que se llevase bien con su madre y le entregó una sortija con un brillante de mediano tamaño, “para que la guardase en prenda de nuestro renovado afecto” (dicha sortija fue vendida, dice Galiano, a poco de irse camino de Suecia).

La madre del autor quedaba con mala salud; la hermana de Galiano, aún de pocos años, se había casado, “siendo no menos desabrido a mi madre su matrimonio que el mío”, pues el marido era dependiente en una casa de comercio angloamericana. Y casi mediado octubre “di la vela de Cádiz”, mientras en la ciudad de nuevo amenazaba la fiebre amarilla, pero dos días antes se había iniciado Galiano en la masonería, pues durante la guerra de la Independencia, su contacto con los masones habían tenido poco influjo. El autor reflexiona que siendo masón encontraría muchas ventajas, pues encontraría hermanos en todas las partes del mundo. Entre los masones que conoció estaba un diputado de apellido Mejía, don Francisco Javier de Istúriz, aún joven y no muy conocido, y don Mariano Carnerero, que fue el que introdujo a Galiano en “aquel conciliábulo”.

La navegación, en el buque-correo inglés Diana, tuvo “alguna parte de agradable y mucha de enfadosa”, porque fue larga, y entró en la nave la enfermedad reinante en Cádiz, por lo que al llegar al puerto de A Coruña, donde pasaron dos días, estuvieron rigurosamente incomunicados, y a la llegada a Inglaterra, al puerto de Falmouth, fueron puestos en cuarentena, y luego se les pasó a Standgate Creek, en el río Medway, hasta cumplir un mes de observación. Pero eran muchos los pasajeros y para Galiano de agradable trato no pocos. A bordo iba, además, una señora de Cádiz, “aunque no en su primera juventud”; se comía bien y desembarcaron a principios de diciembre.

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