Murat, duque de Berg |
En los tiempos de los
franceses en España, confiesa Galiano que se había vuelto “libre y hasta
borrascoso”, pero sin dejar de atender a sus lecturas. No iba ya a la tertulia
del poeta Quintana, formando en cambio parte de una pandilla de personajillos pretenciosos
que, no por ello dejaban de tener pensamientos nobles, pero incurriendo también
en calaveradas. Galiano y sus amigos iban a los bailes, incluso los llamados de
candil, en que solía armarse camorra. Frecuentaban los cafés, de donde salían
“a buscar riñas con la gente de los barrios bajos”. Otras veces –dice- turbaban
e interrumpían “los bailecillos de medio pelo”, donde empleaban sus armas y
recibían golpes en pago a los que ellos daban. Pero compaginaban esto con
frecuentar la sociedad “fina y culta”.
Conoció entonces a la
hija de una señora que le fue presentada y Galiano lo cuenta así: “estaba
pisando los límites entre la niñez y la juventud, persona graciosa, aunque no
de verdadera belleza. A su lado asistía una señorita de algunos más años, en
clase como de protegida, por ser, aunque decente, pobre; de suerte que,
viviendo aparte, pasaba la mayor parte de su vida con su amiga. Esta segunda
señorita, que vino a tener tanto y al cabo tan fatal influjo en mi suerte, era
bien parecida, aunque tampoco regularmente bella; de blanca y sonrosada tez, de
cuerpo gallardo, aunque no bien formado; de pie pequeñísimo, de cabello rubio,
con la falta de tener encorvada la nariz, algo saliente la barba y hundida la
boca; de grandes ojos azules, bellos, aunque algo saltones, con no poca gracia
andaluza, aunque también con señorío en los modales; viva, alegre y con mañas
de lo que suele llamarse coquetilla entre los muchachos”. El autor se informó
entonces de quién era, sabiendo que muchos le habían hecho obsequios y a todos
había correspondido… aunque inocentemente, por lo que Galiano decidió
enamorarla.
Ya los franceses en
Madrid, los madrileños hicieron una recepción a Fernando VII, que se presentaba
como el nuevo rey una vez la renuncia de su padre, pero no dejaron de mostrar
su descontento por la osadía con la que se portaban los ejércitos que aún no se
sabía eran invasores. El rey emprendió entonces un viaje que exacerbó los
ánimos y llevó al levantamiento popular. Mientras, Galiano llevaba ya dos meses
con sus amores, visitando a la chica en su propia casa, pero al tiempo atendía
nuestro autor a los acontecimientos políticos “porque sentía empeño en el
triunfo de ciertas doctrinas políticas, y porque esperaba adelantamientos
personales”. Asistió a la entrada del ejército francés en Madrid el 23 de marzo
de 1808, lo que representó un verdadero espectáculo; se admiraba por la
población a aquellas tropas, trayendo la infantería cubiertas sus cabezas con
los chacós, en vez de sombreros, pero en medio de todo no sonaba ni un viva ni
un murmullo. “Todo denotaba mudanza”, dice. El día 1 de mayo tenía Madrid un
aspecto tétrico y amenazador, y ya entonces cada francés que pasaba recibía
insultos y amenazas. Incluso el duque de Berg, con su comitiva, se ganó gestos
de amenaza, “dictados por un frenesí de cólera”, silbidos escandalosos, a los
que el duque no respondió en absoluto. Se preparaba el alzamiento popular y los
fusilamientos que Goya ha dejado inmortalizados.
Mientras el pueblo se
enfrentaba en las calles “las gentes de clase superior estaban asomadas a los
balcones en los puntos donde no había tiroteo”, dice Galiano. Se hablaba de
balcón a balcón y así iban pasando las horas, sucediéndose una refriega en el
Parque de Artillería, ocurrida bastante después de empezado el alboroto, que
había sonado con gran estruendo en el barrio donde vivía Galiano.
A continuación se
narran en las Memorias los proyectos de Bonaparte, inclinándose el autor por la
causa de la independencia, y se reciben noticias de levantamientos generales en
las provincias. El aspecto de la corte y del Real Palacio ocupados por los
franceses se combina con las noticias de la guerra y los juicios sobre ella.
Luego llegó José Bonaparte y Galiano escribe la conducta que tuvo, al tiempo
que entran en Madrid rumores sobre una derrota que habría sufrido Dupont. Sea
como fuere, los franceses evacuaron Madrid y se produce, a continuación, el
asesinato de Vigury, amigo del Príncipe de la Paz. El relato estremece: fue
objeto del furor de “una parte de la plebe atumultuada”… No tardamos en saber
que había caído asesinado –dice- “ que sus matadores y otros aprobantes de
hecho, poniendo una soga al cuello a su cadáver, le llevaron arrastrando por
las calles”. Al parecer, el origen de esta desgracia “era que la pobre víctima
tenía un negro esclavo, a quien castigó con razón o sin ella, y que resentido
el tal sirviente por el castigo, empezó a gritar que le maltrataba su amo por
haber dicho: ¡Viva Fernando VII! Lo cual oído, bastó para arrojarse la gente
alborotada sobre aquel personaje, nada bienquisto por sus anteriores
relaciones”. Mientras, nuestro protagonista se compromete a casarse con la
muchacha de la que hemos hablado.
“Siendo yo buen
patriota”, dice nuestro autor, “como entonces empezaba a decirse, poco tenía
que temer de la furia de la plebe”, mientras que Quilliet se había quedado en
España y aún “abrazar la causa de España contra Napoleón”. Pero como la gente,
en cuanto reconocía a un francés, desataba sus iras, Quilliet fue señalado
varias veces, por lo que tuvo que ocultarse buscándole Galiano dónde estar
seguro, y fue este la casa de la señora donde vivía su amada, lo que aceptó
aquella. Mientras tanto Galiano se dio a la traducción del Ambigú, un periódico
francés publicado en Londres, lo que le animó a volver a la casa del poeta
Quintana.
Relata en uno de sus
capítulos lo que Galiano llama “causas, móviles y tendencias del alzamiento
nacional de 1808” y las primeras aspiraciones sobre la reforma política que
animó a no pocos personajes, así como los puntos en los que coincidían y
diferían los españoles. Llegaron a Madrid las tropas valencianas del ejército
español y promovieron varios desórdenes, y también entran en Madrid los
vencedores de Bailén. Narra a continuación Galiano la proclamación como rey de
Fernando VII y el estado de las operaciones militares. La Junta de Sevilla y la
de Valencia se mostraron partidarias de introducir en España reformas que ya
estaban estudiadas por los ilustrados del siglo XVIII. Salió a la luz el
Semanario Patriótico en Madrid, “y empezó a expresarse como un periódico
francés de 1790”. Quintana, que formaba parte de la redacción de éste
periódico, publicó sus composiciones, a las que calificó de patrióticas, obras
de su juventud, cuidadosamente guardadas por él en secreto “mientras estaba en
pie el trono”.
Por su parte, Juan
Pérez Villamil, en una carta que publicó, suponiendo dirigirla al ausente y
cautivo rey, le decía que si quería, una vez rescatado, reinar en paz, que el
pueblo, al recobrar su libertad, saldría a recibirle presentándole una
Constitución limitadora de su poder, para que la jurase. El Consejo de Regencia
se oponía a las Juntas, viendo con prevención la convocatoria de Cortes, aunque
partidario de dicha convocatoria, por lo que tuvo la aprobación de Quintana, y
salidos de Madrid los franceses se estableció la libertad de imprenta, “o a lo
menos tal desahogo en dar a luz los escritos”. El autor dice de sí mismo que
era “un adepto, aunque humilde, celoso de la filosofía francesa moderna” y de
los autores le gustaba leer a Voltaire, Rousseau y Montesquieu. “Era yo en
religión incrédulo, pero deísta, y deísta como lo es Voltaire”.
Informa Galiano que en
agosto de 1808 entraron en Madrid las primeras tropas que habían triunfado en
provincias, particularmente las valencianas al mando de don Pedro González
Llamas, diciendo que, en general, “el aspecto de aquellas gentes era singular,
con algo de ridículo y mucho de feroz, y no valían más que sus trazas sus
hechos. Entrados en la capital, se mezclaron con la parte peor de la plebe,
cambiando en alboroto e inquietud la paz, aunque mal segura, antes reinante”.
Luego entraron las tropas de Castaños, haciéndoseles un recibimiento superior
al que habían tenido las de Valencia: “fue grande el entusiasmo de los
madrileños”, generando curiosidad los lanceros de Jerez, que tenían un vestido
andaluz, un sombrero calañés… y las garrochas convertidas en lanzas terciadas,
a uso de los picadores de toros”.
En lo personal, y
sabiendo que a su madre no le gustaría el casamiento que pretendía con la
muchacha pobre que había conocido, planea hacerlo en secreto. Se crea la Junta
Central en Aranjuez y el autor viaja a El Escorial para ver pasar las tropas
inglesas; luego sale para Andalucía con su madre, acompañado de su mujer, sin
que aquella sepa que lo es, y su suegra…
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