Mallos de Riglos (Huesca) |
Nuestro autor tenía,
allá por el año 1810, una opinión muy negativa del Gobierno supremo de España,
que yacía, si no difunto, aletargado, justo en el momento en que se formó la
Junta de Cádiz, cuya autoridad no quería fuese ofuscada o contradicha por otra
superior, lo cual era inevitable, pues la Junta de Cádiz hubo de contentarse y
respetar lo que establecía el Gobierno. Cádiz era entonces –dice- una España
abreviada, conteniendo un crecido número de habitantes de otras provincias,
muchos de ellos “personajes de primera nota”, y todos los empleados que siguen
al Gobierno, incluso los de superior categoría. Este personal contrastaba en
sus opiniones con la población originaria de Cádiz, que veía al Consejo de
Regencia como contrario a las reformas. La Junta gaditana, deseosa de bullir y
de adquirir importancia, propuso a la Regencia que se encargaría de hacer
frente a los gastos del Estado, entendiéndose que para ello se le debían
entregar todos los recursos de que dispusiese el Gobierno, incluso las remesas
de caudales de América, que solían venir sin que nadie tuviese sospecha de que
aquella corriente de plata (faltando el temor de que los ingleses la
interceptasen el paso) pudiera verse interrumpida.
El Consejo de Regencia
accedió a esta pretensión, pasando la Junta de Cádiz a ser depositaria y
tesorera. Galiano juzga positiva la gestión de la Junta, aunque dice también “que
con sus servicios creció su desafuero, aspirando a entremeterse en todo”. El
duque de Alburquerque tenía sobre sí la responsabilidad del mando del Ejército,
estando ufano de haber salvado a la isla gaditana, acudiendo a encerrarse en
ella por una marcha hábil y atrevida. Era este duque don José María de la Cueva
y de la Cerda, que había servido al rey Carlos IV, siendo enviado durante la
guerra como embajador a Londres, donde murió en 1811.
Mientras tanto había un
clamor reclamando Cortes, oponiéndose a ello “algunos que antes las invocaban,
y señaladamente el Consejo Real”, y comenzaba a ser recia ya la pugna entre los
partidarios de las innovaciones y sus contrarios, disputas ya empezadas en
Sevilla, y aún en Madrid, pero cuyo ruido quedaba ahogado por la guerra. El
cardenal de Borbón, por su parte, era pariente cercano del rey, aunque no en el
goce de los privilegios de la familia real, por el desigual casamiento de su
padre. Era hombre gordo, “con cara de bobo y aún con opinión de serlo”, si bien
algo después pasó por persona de buen juicio, habiendo abrazado con calor la
causa de las reformas.
Habla también Galiano
del obispo de Orense, Pedro Benito Queveno y Quintano, jesuita que había
fundado hacía unos pocos años el seminario de la ciudad gallega. Formaba parte
del Consejo de Regencia y era persona de virtud austera, destacado por su
caridad y por su desobediencia al gobierno antes, pues se negaba al regalismo
imperante. Cuando ocurrieron los sucesos de Bayona, siendo llamado a la Junta
que allí había de celebrarse, se negó a ir y justificó su resistencia en una
carta donde, con mezcla de prudencia y de arrojo, censuraba moderadamente la
conducta de Bonaparte, lo que le sirvió el aplauso de muchos, y así se comenzó
mucho a citarle en España. Floridablanca, que presidía la Junta Central, le
nombró inquisidor general, hecho recibido por las gentes ilustradas con
disgusto, pues se daba con ello idea de mantener el tan odiado tribunal.
Galiano dice que el tal
obispo de Orense, llegando a Cádiz, era de mala presencia, “muy desaseado como
correspondía a su clase de virtud, temoso, hablador insufrible y nada apto para
el manejo de los negocios, sirviendo a los de su parcialidad [los
conservadores] más de estorbo que de ayuda. Se resistió a la convocatoria de
Cortes, lo que no sirvió para nada, pues se convocaron, y a una de las primeras
sesiones asistió Galiano. De ellas dice que presentaban un espectáculo que
pintaba la confusión de ideas reinantes a la sazón en las cabezas españolas.
Pero acaba de declararse solemnemente que la soberanía residía en la nación,
declaración por algunos combatida, por otros aprobada y por muchos aceptada,
sin comprender su verdadero significado. El “cuerpo soberano” se reunía en la
Casa de Comedias, que era pobre y con escaso adorno. En una de sus sesiones
habló Gutiérrez de la Huerta, “fácil, verboso declamador un tanto instruido,
pero no de buena clase de estudios, a la sazón dueño del aura popular; no
alistado todavía en la parcialidad antirreformadora a que después se allegó,
sino, al revés, mostrando empeño en reducir las prerrogativas de la Corona.
También hablaron don
Juan Nicasio Gallego, a quien el autor conocía desde que iban juntos a la casa
de Quintana. Dijo también algunas palabras Capmany, “también conocido mío
antiguo, a quien no era grato oír, por su mal acento catalán, sin que
estuviesen en él bastante compensadas estas faltas en las formas por los
méritos de la materia de sus discursos". Argüelles intervino, cuya fama aún no
había llegado a lo más alto…
Por entonces se
encontraba en España el duque de Orleáns, Luis Felipe, de quien se supuso que las
Cortes hablarían secretamente sobre sus pretensiones. Galiano dice de él
(cuando escribe está Luis Felipe en los últimos años de su reinado francés) que
se había distinguido como guerrero y republicano, y en las desgracias de la
emigración, a la que se vio compelido por haber hecho uso de su talento –dice-
y conocimientos pero cuya fama antigua había estado por largos años en eclipse,
estaba en España desde la primavera anterior. Su venida a la Península había
sido misteriosa, dice Galiano, casi negando haberle llamado los que le
convidaron a venir, y no explicándose claro cuál había sido el objeto del
convite; habiendo él a su llegada encontrado mal recibimiento en Cataluña,
adonde primero aportó, según parecía, con la mira de encargarse allí de un
ejército, y causando recelos en algunos.
Sabían muchos que el
ilustre duque había tenido desabridas contestaciones con el ministro Bardají,
quejándose aquel, no sin motivo, de la singular situación en que estaba; que
los ingleses eran muy contrarios a sus pretensiones, y que entre los diputados
electos se había formado un partido de los que lo eran por las provincias
americanas. Lo general “era mirar con desvío al de Orleáns, o porque era
francés, o porque era Borbón, o porque había sido republicano, o porque había
dejado de serlo, o porque tenía calidad de príncipe de la regia estirpe…”. Así
que en la calle convenían todos en desear que al duque de Orleáns se
respondiese con una negativa desabrida y dura si insistía en tener alguna clase
de destino en España. Todos oíamos a Quintana con sumo placer –dice- siendo
desahogo de nuestro antiguo reprimido odio a un Gobierno aborrecido poder
calificarlo en voz alta de tirano.
Cuando iba a empezar
una sesión de Cortes, estando congregada la multitud y con ella Galiano, oyeron
las pisadas de unos caballos y vieron asomar, montado en uno y seguido de dos o
tres personas, al mismo duque de Orleáns, que traía vestido el uniforme de capitán
general español. Se apeó y entró en el edificio que estaba junto al Congreso,
por la puerta destinada a entrar los diputados, la misma por donde, siendo
aquella casa teatro, entraban los actores. Cuando por entre una puerta a medio
abrir se pudo ver al duque dentro, se descubrió que estaba sentado en no menos
decoroso lugar que en el banquillo o la pobre silla donde, a la hora de la
representación, solía ponerse el humilde sujeto que cuidaba de no consentir el
paso por allí a otros que a los comediantes y a sus familias, lo cual halagó el
orgullo de nuestro autor y de no pocos que lo vieron.
Las Cortes decretaron
la libertad de imprenta y se publicaron los primeros periódicos en Cádiz, al
tiempo que fallecía Vicente Alcalá-Galiano, tío de de nuestro autor, de cuya
persona hace un juicio en estas Memorias, así como de su hermano don Antonio.
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