jueves, 21 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (6)

Mallos de Riglos (Huesca)

Nuestro autor tenía, allá por el año 1810, una opinión muy negativa del Gobierno supremo de España, que yacía, si no difunto, aletargado, justo en el momento en que se formó la Junta de Cádiz, cuya autoridad no quería fuese ofuscada o contradicha por otra superior, lo cual era inevitable, pues la Junta de Cádiz hubo de contentarse y respetar lo que establecía el Gobierno. Cádiz era entonces –dice- una España abreviada, conteniendo un crecido número de habitantes de otras provincias, muchos de ellos “personajes de primera nota”, y todos los empleados que siguen al Gobierno, incluso los de superior categoría. Este personal contrastaba en sus opiniones con la población originaria de Cádiz, que veía al Consejo de Regencia como contrario a las reformas. La Junta gaditana, deseosa de bullir y de adquirir importancia, propuso a la Regencia que se encargaría de hacer frente a los gastos del Estado, entendiéndose que para ello se le debían entregar todos los recursos de que dispusiese el Gobierno, incluso las remesas de caudales de América, que solían venir sin que nadie tuviese sospecha de que aquella corriente de plata (faltando el temor de que los ingleses la interceptasen el paso) pudiera verse interrumpida.

El Consejo de Regencia accedió a esta pretensión, pasando la Junta de Cádiz a ser depositaria y tesorera. Galiano juzga positiva la gestión de la Junta, aunque dice también “que con sus servicios creció su desafuero, aspirando a entremeterse en todo”. El duque de Alburquerque tenía sobre sí la responsabilidad del mando del Ejército, estando ufano de haber salvado a la isla gaditana, acudiendo a encerrarse en ella por una marcha hábil y atrevida. Era este duque don José María de la Cueva y de la Cerda, que había servido al rey Carlos IV, siendo enviado durante la guerra como embajador a Londres, donde murió en 1811.

Mientras tanto había un clamor reclamando Cortes, oponiéndose a ello “algunos que antes las invocaban, y señaladamente el Consejo Real”, y comenzaba a ser recia ya la pugna entre los partidarios de las innovaciones y sus contrarios, disputas ya empezadas en Sevilla, y aún en Madrid, pero cuyo ruido quedaba ahogado por la guerra. El cardenal de Borbón, por su parte, era pariente cercano del rey, aunque no en el goce de los privilegios de la familia real, por el desigual casamiento de su padre. Era hombre gordo, “con cara de bobo y aún con opinión de serlo”, si bien algo después pasó por persona de buen juicio, habiendo abrazado con calor la causa de las reformas.

Habla también Galiano del obispo de Orense, Pedro Benito Queveno y Quintano, jesuita que había fundado hacía unos pocos años el seminario de la ciudad gallega. Formaba parte del Consejo de Regencia y era persona de virtud austera, destacado por su caridad y por su desobediencia al gobierno antes, pues se negaba al regalismo imperante. Cuando ocurrieron los sucesos de Bayona, siendo llamado a la Junta que allí había de celebrarse, se negó a ir y justificó su resistencia en una carta donde, con mezcla de prudencia y de arrojo, censuraba moderadamente la conducta de Bonaparte, lo que le sirvió el aplauso de muchos, y así se comenzó mucho a citarle en España. Floridablanca, que presidía la Junta Central, le nombró inquisidor general, hecho recibido por las gentes ilustradas con disgusto, pues se daba con ello idea de mantener el tan odiado tribunal.

Galiano dice que el tal obispo de Orense, llegando a Cádiz, era de mala presencia, “muy desaseado como correspondía a su clase de virtud, temoso, hablador insufrible y nada apto para el manejo de los negocios, sirviendo a los de su parcialidad [los conservadores] más de estorbo que de ayuda. Se resistió a la convocatoria de Cortes, lo que no sirvió para nada, pues se convocaron, y a una de las primeras sesiones asistió Galiano. De ellas dice que presentaban un espectáculo que pintaba la confusión de ideas reinantes a la sazón en las cabezas españolas. Pero acaba de declararse solemnemente que la soberanía residía en la nación, declaración por algunos combatida, por otros aprobada y por muchos aceptada, sin comprender su verdadero significado. El “cuerpo soberano” se reunía en la Casa de Comedias, que era pobre y con escaso adorno. En una de sus sesiones habló Gutiérrez de la Huerta, “fácil, verboso declamador un tanto instruido, pero no de buena clase de estudios, a la sazón dueño del aura popular; no alistado todavía en la parcialidad antirreformadora a que después se allegó, sino, al revés, mostrando empeño en reducir las prerrogativas de la Corona.

También hablaron don Juan Nicasio Gallego, a quien el autor conocía desde que iban juntos a la casa de Quintana. Dijo también algunas palabras Capmany, “también conocido mío antiguo, a quien no era grato oír, por su mal acento catalán, sin que estuviesen en él bastante compensadas estas faltas en las formas por los méritos de la materia de sus discursos". Argüelles intervino, cuya fama aún no había llegado a lo más alto…

Por entonces se encontraba en España el duque de Orleáns, Luis Felipe, de quien se supuso que las Cortes hablarían secretamente sobre sus pretensiones. Galiano dice de él (cuando escribe está Luis Felipe en los últimos años de su reinado francés) que se había distinguido como guerrero y republicano, y en las desgracias de la emigración, a la que se vio compelido por haber hecho uso de su talento –dice- y conocimientos pero cuya fama antigua había estado por largos años en eclipse, estaba en España desde la primavera anterior. Su venida a la Península había sido misteriosa, dice Galiano, casi negando haberle llamado los que le convidaron a venir, y no explicándose claro cuál había sido el objeto del convite; habiendo él a su llegada encontrado mal recibimiento en Cataluña, adonde primero aportó, según parecía, con la mira de encargarse allí de un ejército, y causando recelos en algunos.

Sabían muchos que el ilustre duque había tenido desabridas contestaciones con el ministro Bardají, quejándose aquel, no sin motivo, de la singular situación en que estaba; que los ingleses eran muy contrarios a sus pretensiones, y que entre los diputados electos se había formado un partido de los que lo eran por las provincias americanas. Lo general “era mirar con desvío al de Orleáns, o porque era francés, o porque era Borbón, o porque había sido republicano, o porque había dejado de serlo, o porque tenía calidad de príncipe de la regia estirpe…”. Así que en la calle convenían todos en desear que al duque de Orleáns se respondiese con una negativa desabrida y dura si insistía en tener alguna clase de destino en España. Todos oíamos a Quintana con sumo placer –dice- siendo desahogo de nuestro antiguo reprimido odio a un Gobierno aborrecido poder calificarlo en voz alta de tirano.

Cuando iba a empezar una sesión de Cortes, estando congregada la multitud y con ella Galiano, oyeron las pisadas de unos caballos y vieron asomar, montado en uno y seguido de dos o tres personas, al mismo duque de Orleáns, que traía vestido el uniforme de capitán general español. Se apeó y entró en el edificio que estaba junto al Congreso, por la puerta destinada a entrar los diputados, la misma por donde, siendo aquella casa teatro, entraban los actores. Cuando por entre una puerta a medio abrir se pudo ver al duque dentro, se descubrió que estaba sentado en no menos decoroso lugar que en el banquillo o la pobre silla donde, a la hora de la representación, solía ponerse el humilde sujeto que cuidaba de no consentir el paso por allí a otros que a los comediantes y a sus familias, lo cual halagó el orgullo de nuestro autor y de no pocos que lo vieron.

Las Cortes decretaron la libertad de imprenta y se publicaron los primeros periódicos en Cádiz, al tiempo que fallecía Vicente Alcalá-Galiano, tío de de nuestro autor, de cuya persona hace un juicio en estas Memorias, así como de su hermano don Antonio.


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