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Los sucesos de la
guerra se van produciendo mientras se formó una nueva Regencia, siendo
encargado Pizarro del Ministerio de Estado, lo que sirve a nuestro autor para
ser nombrado agregado en Londres, aunque no llegó a ocupar tal destino. Se
proclamó en marzo de 1812 la Constitución, primera de las españolas y que
habría de servir de modelo a las de otros países.
Valencia cayó en manos
de los franceses con el general Blake, presidente del Consejo de Regencia,
revés que se ha considerado de los mayores después de la batalla de Ocaña.
Resistió a los franceses, sin embargo, Tarifa, lo que animó a los más próximos
a esta ciudad y llegó la noticia de que el ejército inglés iba a emprender
importantes operaciones en España, con lord Wellington a la cabeza. En la
primavera, además, se iniciaba la guerra entre Francia y Rusia, lo que hacía
suponer que parte de los efectivos de Bonaparte en España serían llamados para
luchar contra el ejército del zar.
Al procederse a nombrar
otra Regencia, se quiso que sus miembros tuviesen más brillo y poder que la
anterior, lo que llevó a negociaciones muy trabajosas. Los diputados estaban
divididos, como es lógico suponer; en un grupo, el más numeroso, estaba el tío
del autor, Villavicencio, que en el gobierno de Cádiz, que había servido
durante siete meses, se había portado de un modo satisfactorio (todo ello según
el propio sobrino). Pero Galiano creía que ese tío suyo no se avendría bien con
la Constitución recientemente terminada, contrariamente a lo que opinaba
Argüelles, que fue uno de los que le propuso, así como el oficial de la marina
real don Ignacio Fernández de las Peñas, que había sido su ayudante, y así se
aceptó a Villavicencio. Menos acuerdo hubo para nombrar al duque del Infantado,
Pedro de Alcántara Álvarez de Toledo, que había sido nombrado por Fernando VII,
tras el motín de Aranjuez, presidente del Consejo de Castilla, y volvería luego
a formar parte del gobierno de Fernando VII cuando el rey citado restaure el
absolutismo en 1814. No en vano los enemigos de las reformas le proponían con
empeño.
En hacer regente a don
Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal, había, si no conformidad, poco menos,
pues en ese momento era solo conocido como oficial valeroso y aún de alguna
inteligencia, dice Galiano. Como se pensó en nombrar a cinco regentes (como en
1810), y no solo a tres, faltaban dos, siendo elegidos al fin don Joaquín
Mosquera y don Ignacio Rodríguez de Rivas, ambos magistrados. Pero esta
Regencia extendía su autoridad a muy corta parte de España, dominada por los
franceses. El autor se apresuró a pedir, pues, un puesto “de los últimos en la
carrera diplomática, a la cual, desde antes de la muerte de mi padre, era mi
propósito y el de mi familia dedicarme”.
Villavicencio y
Pizarro, que se habían conocido en la casa del autor, habían dado muestra de
muto aprecio, aunque el pariente había servido al rey José, al parecer sin
entusiasmo. Villavicencio nombró a Pizarro ministro de Estado y éste nombró a
Galiano agregado a la embajada de España en Londres, cuando éste contaba solo
veintitrés años. “El destino tenía doce mil reales de sueldo –dice el autor-,
con el goce de la casa y mesa de la embajada; era, desde luego, de más
lucimiento aún que provecho”. Pero Galiano estaba destinado a “dar un tropezón”
cuando entraba en la vida política, pues su nombramiento ofendió mucho al conde
Fernán Núñez, haciendo éste que el embajador inglés en España recomendase que
no se nombrase a nuestro autor, lo que equivalía, según las convenciones de la
época, a ser apeado del destino. Además, el embajador inglés era Enrique
Wellesley, hermano del generalísimo lord Wellington, lo que aún vino a dar más
influencia a la negativa para que Galiano ocupase el puesto citado.
Entonces Pizarro,
intentado ayudar a Galiano, le pidió que se presentase en la Secretaría de
Estado, donde le destinó a un negociado para trabajar. Así lo hizo nuestro
autor, quedando en una “situación singular”, dice, y por más de año y medio no
tuvo otro destino. Causó, sin embargo, cierta envidia en dicho negociado que
Galiano fuese valido de Pizarro, que le dispensaba la mayor confianza.
Por lo que a la
proclamación de la Constitución se refiere, se eligió el 19 de marzo, por ser
aniversario del primer advenimiento del rey Fernando al trono. La festividad en
Cádiz fue alegre y singular, como también festejaron los francés por el nombre
del rey José y por ser dueños de la costa opuesta de Cádiz. Como la catedral
estaba en lugar donde llegaban las bombas enemigas, se escogió para la fiesta
la iglesia de los carmelitas descalzos, situado en lugar seguro, en el paseo de
Cádiz, llamado la Alameda. El tiempo, que desde el día anterior estaba
amenazando, rompió, a la hora de la solemnidad, en violentísimas ráfagas de
viento, acompañadas de recios aguaceros, sin que por esto la numerosa
concurrencia que poblaba las calles y el paseo pensara en resguardarse de los
efectos del huracán y de la lluvia.
En aquella hora los
contrarios a la Constitución la aplaudían, y los que creían en la victoria de
los franceses como segura, también celebraban un suceso que, siendo ciertas sus
conjeturas, no pasaría de ser una inútil y aun ridícula farsa. Empezó la fiesta
–dice Galiano- sonaron las campanas, atronó el estruendo de la artillería de
las murallas y navíos; respondió a éste último sonido otro igual en la larga
línea de baterías francesas, en obsequio a José I. Extremáronse al mismo tiempo
en un furor el viento y la lluvia, y de todo vino a resultar el más extraño
espectáculo imaginable, raro sobre todo por los pasmosos contrastes que
presentaba a la mente, tierno, sublime, loco, inexplicable, propio, en suma,
para juzgarlo de muy diversas maneras, según los varios aspectos por que fuese
considerado.
Antonio Alcalá-Galiano
fue, ciertamente, un escritor de altura, con un sentimiento plagado de matices
que no deja de reflejar en sus Memorias.
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