Foto antigua de Alcañiz (https://www.pinterest.es/pin/428616089509280460/ |
En mayo de 1809 se
había producido la batalla de Alcañiz, una de las más encarnizadas de la
guerra, siendo la vitoria para los patriotas españoles, o para el conglomerado
de los que se juntaban bajo esta denominación. Parece ser que fue tan
humillante para el mariscal Suchet que no informó de la derrota ni de la
existencia de la batalla.
Martínez de la Rosa se
encontró con Galiano en Cádiz preguntándole si era él, pues habían mantenido
correspondencia desde hacía tiempo sin conocerse personalmente: “me di el
parabién –dice Galiano- de que siguió un trato frecuente y amistoso”, pero de
la Rosa partiría poco después para Inglaterra. No tardaría en volver y verse
ambos en “cierta pandilla políticoliteraria a que él, llevado por la fuerza de
los sucesos, vino al cabo a asociarse.
Nació un hijo de
Galiano a quien “miré yo a esta tierna criatura con el afecto natural de un
padre, aunque el pequeño moriría a los pocos meses a causa de una de tantas
enfermedades como en la época se llevaban por delante a los que menos defensas
tenían. Mientras vivió, la familia de Galiano acudió a la Cuna (nombre de la
casa de expósitos) para encontrar la nodriza adecuada, aunque la criatura mamó
de varios pechos. El matrimonio de Galiano no fue feliz el tiempo que duró,
hasta el tiempo de vivir separados los cónyuges algún tiempo, buscar arreglos y
al final separándose de hecho.
En cuanto a la guerra
contra los franceses, dice el autor que fue conmovedor ver, desde las alturas
de un cerro llamado Buena Vista, en el camino de Jerez, a la caballería
francesa, amenazando la ciudad de Cádiz (eran los primeros días de febrero de
1810). En contra estaban las fuerzas navales británicas y españolas, que eran
numerosas. “Nada faltaba, pues, y nada se temía; y sin embargo, hacía efecto en
el ánimo la presencia de tropas enemigas en el punto más apartado de la
frontera del Pirineo”. Se alistó el autor en los voluntarios de Cádiz, que
hasta entonces consideraba cuerpo de poca utilidad, al tiempo que comenzó su
amistad con José García de León Pizarro, “cuya duración fue bastante larga,
aunque hubo de acabar en apartamiento y en pique, y si no en enemistad, poco
menos. Era Pizarro, en este momento, secretario del Consejo de Estado, y mayor
que Galiano, habiendo comenzado aquel sus servicios muy joven. Después de pasar
algunos años en Berlín y Viena, primero agregado a la legación y después como
oficial de embajada, había venido a Madrid a la Secretaría de Estado, siendo
ministro Urquijo.
A Galiano le pareció
Pizarro agudo e instruido, hombre de vastas lecturas, pero también era
“travieso y algo calavera”, siendo muy chistoso en sus ocurrencias, original,
dado a galanteos y a relaciones de no buena clase con mujeres de mala nota
(dice Galiano). Tenía afectada rareza en el vestir, “pecando por descuido,
aunque no por desaseo”, lo que con el tiempo vino a convertirse en desaliño. A
pesar de su afición a las mujeres “distaba bastante de ser bien parecido,
siendo de estatura pequeña, de no buenas facciones y de vista torcida”. En su
momento había jurado obediencia a Bonaparte y a la Constitución de Bayona, aunque
no a título particular, sino como funcionario del Consejo de Estado. A pesar de
este juramento, prestado pocos días antes de saberse en Madrid los sucesos de
Bailén, cuando evacuaron los franceses la capital de España, no tuvo Pizarro
por conveniente seguirlos, dice Galiano.
Pizarro explicaba su
actitud de la siguiente manera: “si en la hora de salir yo de Madrid a pie,
entre peligros y con fatigas a la vista, se hubiese atravesado alguno, y
deteniéndome me hubiese hecho la pregunta de adónde iba y qué me parecía de las
cosas, mi respuesta habría sido” que lo que se estaba viviendo era una locura,
pues la nación española no debía haber emprendido la guerra. Galiano presentó a
Pizarro en su casa, agradó a su madre y “no tardó mucho en ser mirado casi como
de la familia”. Una vez a la semana comían juntos en casa del autor, es decir,
parecían un Orestes y un Pílades, en alusión a los dos amigos que marchan
juntos, cuando el primero fue perseguido acusado de haber asesinado a su madre.
Siguen los estudios y lecturas
por parte de Alcalá-Galiano, al tiempo que se habla sobre la convocatoria de
Cortes y narra la refutación que hace el autor a un escrito de lord Holland
que, admirador de España cuando llegó en 1803, se manifestó como un liberal de
la época. Formó una tertulia literaria y política en Londres, donde acudían
personajes del arte y de la política. De Holland (Henry Richard Vassal Fox)
dice Galiano ser “un extranjero muy entendido en las cosas de España y muy
amante de nuestra nación”, publicó un folleto titulado “Insinuaciones respecto
a las Cortes”. El texto fue traducido por Galiano y considerado por él como
superficial, aunque juicioso, proponiendo para España una Constitución muy
semejante a la británica, esto es, un Parlamento en el que estuviese presente
la aristocracia. A pesar de ser protestante, el inglés daba entrada también en
el Parlamento a los obispos, algunos abades y superiores de órdenes religiosas,
lo que nuestro autor considera descabellado. De ahí que se atreviese a
contestarle, a sabiendas de que Pizarro pensaba como él.
La Constitución que
necesitaba España, según Galiano, debía tener un cuerpo popular que acometiese
y llevase a cabo grandes reformas, para lo que la aristocracia era un estorbo.
La respuesta fue muy aplaudida, pero no llegó a ver la luz pública, sino que
solo la leyeron algunos. Coincidía el texto de Galiano con otro, que él no
conocía entonces, dado a la Junta Central por la Universidad de Sevilla,
redactado por el ya muy conocido José María Blanco (Blanco White), publicado en
un periódico llamado El Español, en Londres, en 1810.
En cuanto al Consejo de
Regencia dice Galiano que “harto motivo nos daba para la murmuración y la
sátira” su conducta, establecido en la isla de León a principios de febrero de
1810, y trasladado a Cádiz en mayo del mismo año. Pizarro, el amigo de nuestro
autor por aquel entonces, se prestaba también a burla contra el Ministerio en
la época anterior a la convocatoria de las Cortes, siendo poco menos que
ministro universal, teniendo a su cargo el despacho de varios ramos, el marqués
de las Hormazas, “escaso en luces”. Sobre esta situación solía hacer Pizarro la
siguiente observación: que si el mundo estuviese dominado por un Napoleón, tan
grande en poder cuanto en capacidad, al frente del gobierno habría que poner a
alguien como el marqués de las Hormazas para que hubiese simetría… con la
ironía que se supone a esta frase, aunque Galiano echaba la culpa de esta
situación a la Regencia, pues podría haber confiado el gobierno a personas de
más capacidad. Así fue puesto al frente del Ministerio de Estado a don Eusebio
de Bardají y Azara, empleado antiguo, de largos y buenos servicios, de bastante
experiencia, “y si no de grande, de mediano talento”, dice Galiano, aunque
Pizarro tampoco le tenía simpatía, pues había trabajado con él.
Cita a don Mariano
Renovales, que en el segundo sitio de Zaragoza demostró arrojo, siendo hábil para
hacer un papel superior al que le prometía la milicia. Habiendo
sido hecho prisionero de los franceses y llevado a Francia, como otros muchos
logró escapar, pasando a unos valles de los Pirineos y sublevando contra los
franceses a sus naturales, y allí justificó Renovales la resistencia que hacía
a los dominadores de su patria. No tardaron los franceses en atacar aquellos
valles sometiéndolos, y Renovales se vio obligado a huir llegando a Cádiz,
haciéndose maña con el Gobierno, especialmente con Bardají, encargado en
aquellos días del Ministerio de la Guerra. A éste propuso Renovales ir con un
ejército a combatir a los franceses a las costas del norte de España, lo que
fue aprobado por los aliados ingleses, y así se dispusieron las fuerzas que
mandaría el aventurero, poniéndose en la imprenta real proclamas y manifiestos,
y en uno de estos se daba al rey intruso, suponiéndole aficionado a la bebida,
el apodo de Pepe Botellas, lo que Galiano considera “excesos e indecencia”.
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