martes, 19 de mayo de 2020

Las memorias de Alcalá-Galiano (5)

Foto antigua de Alcañiz
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En mayo de 1809 se había producido la batalla de Alcañiz, una de las más encarnizadas de la guerra, siendo la vitoria para los patriotas españoles, o para el conglomerado de los que se juntaban bajo esta denominación. Parece ser que fue tan humillante para el mariscal Suchet que no informó de la derrota ni de la existencia de la batalla.

Martínez de la Rosa se encontró con Galiano en Cádiz preguntándole si era él, pues habían mantenido correspondencia desde hacía tiempo sin conocerse personalmente: “me di el parabién –dice Galiano- de que siguió un trato frecuente y amistoso”, pero de la Rosa partiría poco después para Inglaterra. No tardaría en volver y verse ambos en “cierta pandilla políticoliteraria a que él, llevado por la fuerza de los sucesos, vino al cabo a asociarse.

Nació un hijo de Galiano a quien “miré yo a esta tierna criatura con el afecto natural de un padre, aunque el pequeño moriría a los pocos meses a causa de una de tantas enfermedades como en la época se llevaban por delante a los que menos defensas tenían. Mientras vivió, la familia de Galiano acudió a la Cuna (nombre de la casa de expósitos) para encontrar la nodriza adecuada, aunque la criatura mamó de varios pechos. El matrimonio de Galiano no fue feliz el tiempo que duró, hasta el tiempo de vivir separados los cónyuges algún tiempo, buscar arreglos y al final separándose de hecho.

En cuanto a la guerra contra los franceses, dice el autor que fue conmovedor ver, desde las alturas de un cerro llamado Buena Vista, en el camino de Jerez, a la caballería francesa, amenazando la ciudad de Cádiz (eran los primeros días de febrero de 1810). En contra estaban las fuerzas navales británicas y españolas, que eran numerosas. “Nada faltaba, pues, y nada se temía; y sin embargo, hacía efecto en el ánimo la presencia de tropas enemigas en el punto más apartado de la frontera del Pirineo”. Se alistó el autor en los voluntarios de Cádiz, que hasta entonces consideraba cuerpo de poca utilidad, al tiempo que comenzó su amistad con José García de León Pizarro, “cuya duración fue bastante larga, aunque hubo de acabar en apartamiento y en pique, y si no en enemistad, poco menos. Era Pizarro, en este momento, secretario del Consejo de Estado, y mayor que Galiano, habiendo comenzado aquel sus servicios muy joven. Después de pasar algunos años en Berlín y Viena, primero agregado a la legación y después como oficial de embajada, había venido a Madrid a la Secretaría de Estado, siendo ministro Urquijo.

A Galiano le pareció Pizarro agudo e instruido, hombre de vastas lecturas, pero también era “travieso y algo calavera”, siendo muy chistoso en sus ocurrencias, original, dado a galanteos y a relaciones de no buena clase con mujeres de mala nota (dice Galiano). Tenía afectada rareza en el vestir, “pecando por descuido, aunque no por desaseo”, lo que con el tiempo vino a convertirse en desaliño. A pesar de su afición a las mujeres “distaba bastante de ser bien parecido, siendo de estatura pequeña, de no buenas facciones y de vista torcida”. En su momento había jurado obediencia a Bonaparte y a la Constitución de Bayona, aunque no a título particular, sino como funcionario del Consejo de Estado. A pesar de este juramento, prestado pocos días antes de saberse en Madrid los sucesos de Bailén, cuando evacuaron los franceses la capital de España, no tuvo Pizarro por conveniente seguirlos, dice Galiano.

Pizarro explicaba su actitud de la siguiente manera: “si en la hora de salir yo de Madrid a pie, entre peligros y con fatigas a la vista, se hubiese atravesado alguno, y deteniéndome me hubiese hecho la pregunta de adónde iba y qué me parecía de las cosas, mi respuesta habría sido” que lo que se estaba viviendo era una locura, pues la nación española no debía haber emprendido la guerra. Galiano presentó a Pizarro en su casa, agradó a su madre y “no tardó mucho en ser mirado casi como de la familia”. Una vez a la semana comían juntos en casa del autor, es decir, parecían un Orestes y un Pílades, en alusión a los dos amigos que marchan juntos, cuando el primero fue perseguido acusado de haber asesinado a su madre.

Siguen los estudios y lecturas por parte de Alcalá-Galiano, al tiempo que se habla sobre la convocatoria de Cortes y narra la refutación que hace el autor a un escrito de lord Holland que, admirador de España cuando llegó en 1803, se manifestó como un liberal de la época. Formó una tertulia literaria y política en Londres, donde acudían personajes del arte y de la política. De Holland (Henry Richard Vassal Fox) dice Galiano ser “un extranjero muy entendido en las cosas de España y muy amante de nuestra nación”, publicó un folleto titulado “Insinuaciones respecto a las Cortes”. El texto fue traducido por Galiano y considerado por él como superficial, aunque juicioso, proponiendo para España una Constitución muy semejante a la británica, esto es, un Parlamento en el que estuviese presente la aristocracia. A pesar de ser protestante, el inglés daba entrada también en el Parlamento a los obispos, algunos abades y superiores de órdenes religiosas, lo que nuestro autor considera descabellado. De ahí que se atreviese a contestarle, a sabiendas de que Pizarro pensaba como él.

La Constitución que necesitaba España, según Galiano, debía tener un cuerpo popular que acometiese y llevase a cabo grandes reformas, para lo que la aristocracia era un estorbo. La respuesta fue muy aplaudida, pero no llegó a ver la luz pública, sino que solo la leyeron algunos. Coincidía el texto de Galiano con otro, que él no conocía entonces, dado a la Junta Central por la Universidad de Sevilla, redactado por el ya muy conocido José María Blanco (Blanco White), publicado en un periódico llamado El Español, en Londres, en 1810.

En cuanto al Consejo de Regencia dice Galiano que “harto motivo nos daba para la murmuración y la sátira” su conducta, establecido en la isla de León a principios de febrero de 1810, y trasladado a Cádiz en mayo del mismo año. Pizarro, el amigo de nuestro autor por aquel entonces, se prestaba también a burla contra el Ministerio en la época anterior a la convocatoria de las Cortes, siendo poco menos que ministro universal, teniendo a su cargo el despacho de varios ramos, el marqués de las Hormazas, “escaso en luces”. Sobre esta situación solía hacer Pizarro la siguiente observación: que si el mundo estuviese dominado por un Napoleón, tan grande en poder cuanto en capacidad, al frente del gobierno habría que poner a alguien como el marqués de las Hormazas para que hubiese simetría… con la ironía que se supone a esta frase, aunque Galiano echaba la culpa de esta situación a la Regencia, pues podría haber confiado el gobierno a personas de más capacidad. Así fue puesto al frente del Ministerio de Estado a don Eusebio de Bardají y Azara, empleado antiguo, de largos y buenos servicios, de bastante experiencia, “y si no de grande, de mediano talento”, dice Galiano, aunque Pizarro tampoco le tenía simpatía, pues había trabajado con él.

Cita a don Mariano Renovales, que en el segundo sitio de Zaragoza demostró arrojo, siendo hábil para hacer un papel superior al que le prometía la milicia. Habiendo sido hecho prisionero de los franceses y llevado a Francia, como otros muchos logró escapar, pasando a unos valles de los Pirineos y sublevando contra los franceses a sus naturales, y allí justificó Renovales la resistencia que hacía a los dominadores de su patria. No tardaron los franceses en atacar aquellos valles sometiéndolos, y Renovales se vio obligado a huir llegando a Cádiz, haciéndose maña con el Gobierno, especialmente con Bardají, encargado en aquellos días del Ministerio de la Guerra. A éste propuso Renovales ir con un ejército a combatir a los franceses a las costas del norte de España, lo que fue aprobado por los aliados ingleses, y así se dispusieron las fuerzas que mandaría el aventurero, poniéndose en la imprenta real proclamas y manifiestos, y en uno de estos se daba al rey intruso, suponiéndole aficionado a la bebida, el apodo de Pepe Botellas, lo que Galiano considera “excesos e indecencia”.

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