En un ensayo sobre la brutalización de la política Eduardo
González Calleja habla sobre la paramilitarización de las formaciones políticas
en España[i].
Señala que la movilización de los jóvenes favoreció la transformación de los
partidos en organizaciones de combate, contribuyendo a la violencia política
que venía de antes de la II República española.
En España se dieron todos los rasgos –dice- del paramilitarismo
europeo en el período de entreguerras, aunque los casos más destacados fuesen
Alemania e Italia. Surgió la milicia bajo el control más o menos estricto de
los partidos, persiguiendo el golpe de estado o una insurrección. La propaganda
fue un elemento acompañante y no se desdeñaba la lucha electoral y
parlamentaria.
Los grupos militarizados eran muy pequeños y estaban
organizados de forma piramidal, aumentando la violencia a medida que se
sucedían los fracasos en la acción callejera como consecuencia de la represión,
pero no se dio una preparación técnica de los paramilitares, aunque hubiese
instructores como Castillo, Faraudo[ii]
o Galán[iii]
entre los grupos obreros; Rada[iv],
Arredondo o Ansaldo[v] para los
falangistas; Varela, Redondo o Sanz de Lerín para los carlistas. La preparación
técnica resultó anecdótica excepto para los últimos citados, que venían de
estar organizados en el Requeté y algunos de sus jefes se adiestraron en Italia[vi].
No obstante, si algunos de los dirigentes de la violencia
destacaron, luego formaron parte de los grupos de oficiales y suboficiales
durante la guerra. Antes de esta se acudió a pistoleros profesionales sin
ideología, a cuadrillas de matones contratadas sobre todo por la patronal, por
la CNT y por los grupos fascistas y parecidos. Legionarios licenciados del
Tercio fueron reclutados por Albiñana[vii]
o por Primo de Rivera.
Los primeros ejemplos de paramilitarismo se producen durante
la Restauración, incluso antes en el caso del carlismo, y luego por cierto
catalanismo[viii],
pero durante la II República se mostró de forma más completa y a la vez más
confusa[ix].
El origen de estas formaciones paramilitares solía estar en grupos deportivos o
excursionistas, mendigoizales o “alpinistas
por patriotismo”, o en células conspiratorias como los escamots[x]
de “Estat Català”, las escuadras falangistas, el Requeté, etc.
La República –dice González Calleja- solo suponía un valor
absoluto para los minoritarios partidos republicanos que, precisamente por
ello, no crearon grupos armados ni se mostraron partidarios de su formación por
parte de otros partidos. La violencia, por otra parte, era aceptada por amplias
capas de la población y se alentó desde las alturas, pues suplía la falta de
doctrina de la acción política correspondiente, siendo la elaboración teórica
más bien tomada del extranjero.
En España, con algunas excepciones relacionadas con la guerra
de Cuba y las operaciones punitivas en Marruecos, la violencia de guerra se ha
estudiado en el contexto casi exclusivo del conflicto civil de 1936, viendo en
él una extrema violencia[xi].
La historiografía franquista estableció la violencia política, sobre todo desde
los sucesos de octubre de 1934, como la principal circunstancia desencadenante
de la guerra, por lo que esta fue el colofón de una violencia que ya existía.
La historiografía académica insiste en los factores
estructurales de larga duración, como el régimen de propiedad agraria, los
desequilibrios campo-ciudad, el modelo de Estado, el clericalismo o el
militarismo, con las resistencias al cambio por parte de los más conservadores.
Se ha estudiado, no obstante, que una situación de conflicto o injusticia no
explota necesariamente en violencia[xii]
. Para estos historiadores la guerra de 1936 no fue la consecuencia de las confrontaciones
armadas anteriores, sino una radical ruptura con las mismas. La violencia a
gran escala la desencadenaron los sublevados provocando la división de la
seguridad estatal y el vacío de poder, lo que se tradujo en una pérdida del
monopolio de la coerción por parte del Estado[xiii].
La violencia habría sido no la causa, sino la consecuencia del golpe de estado
que, al fracasar, degeneró en guerra civil.
Entonces se dio una crisis de poder en el seno del Estado,
condición “sine qua non” sobre la que se superpusieron los conflictos sociales
previos y las resistencias a la revolución, con el significativo tránsito del
sindicalismo católico al “fascismo agrario”. Algunos autores han tratado de
vincular la violencia de la guerra civil a otras experiencias: España no se
había visto involucrada en ningún conflicto internacional salvo en 1898 (breve),
pero existía la experiencia de Marruecos, donde se dieron atrocidades derivadas
de ver a todos los marroquíes (por los legionarios) como enemigos, de ahí las
masacres de ancianos, mujeres y niños y la exhibición de cuerpos mutilados.
Balfour, a quien cita el autor al que sigo, recogió el testimonio de que “había
que destruir al máximo número de ellos [marroquíes] para aterrorizarlos mejor”.
Las brutalidades en Asturias (1934) ganaron la admiración de
la derecha para el ejército actuante allí, pero hasta noviembre de 1936 (*) no hubo
en la guerra de España enfrentamiento regularizado, sino escaramuzas, peleas
callejeras, operaciones policiales y purgas emprendidas por el ejército rebelde
con apoyo de las milicias, con expediciones violentas de saqueo y pillaje bajo
la tradicional denominación de razzias.
Otros autores han hablado de que la brutalización de la
guerra civil se debe a la experiencia de la guerra africana, donde se inventó
al enemigo, el “moro”, en lo que ven una deshumanización extrema. Los oficiales
coloniales que participaron en la guerra de 1936 trajeron aquella experiencia a
la península, y esto se ve en el estudio que se ha hecho sobre el léxico de la
muerte: se manifestó mayor prudencia oficial en las alusiones a la violencia y
la muerte, pero los combatientes de ambos bandos proliferaron fórmulas que
connotaban odio, terror o desprecio frente al enemigo, complaciéndose en la
descripción de la muerte.
El “estilo” falangista se tradujo en la adopción de una
amplia retórica necrófila de tono lírico: la ausencia física se contraponía al “¡Presente!”;
para las izquierdas la muerte violenta encerraba un componente lírico mucho
menor y los ejemplos son más diversos. Los militares africanistas estaban
imbuidos de autoritarismo, visión conspirativa de la historia, obsesión
imperial, exaltación de la violencia, la camaradería y una particular
concepción de la disciplina que ponía por delante al jefe que a la ordenanza, y
fue éste grupo el que trasladó la brutalidad en la colonia a Asturias en 1934:
se trataba de aniquilamiento, escarmientos colectivos y se describió la
rebelión asturiana como un nuevo Rif, llegando Franco a comparar la campaña
sobre los mineros con una “guerra fronteriza”.
Si a todo ello añadimos las instrucciones de Mola en junio de
1936, que hablaban de “eliminar”, se ve el contraste con el golpe de Sanjurjo
de cuatro años antes, inocuo en su ritual decimonónico[xiv].
Las operaciones de limpieza destinadas a imponer el terror, convirtieron la
guerra de 1936 en un conflicto de liquidación y de exterminio similar al de
Europa del este en ambos conflictos mundiales. Los sublevados vieron la guerra
como una lucha entre el bien y el mal, pero en ambos bandos se implicó la
población civil en el terror.
La frustración por el fracaso del golpe pudo haber contribuido a convertir el estallido inicial en una guerra de exterminio, lo que fue común a ambos bandos, que quizá vieron la violencia como un valor en sí mismo. Por parte sublevada se yuxtapusieron las necesidades militares, el oportunismo de Falange y los intereses de la Iglesia católica, que legitimó el alzamiento y, con ello, el terror institucionalizado (aunque esto último implícitamente). Durante la guerra se emplearon las tropas marroquíes, expertas en la destrucción de la población civil, mientras los jefes rebeldes calcularon el riesgo de dejar amplias bolsas de población insumisa a retaguardia. Y después de la guerra se produjo una calculada institucionalización de la inclemencia. La brutalización aquí resumida explica el arraigo de una cultura de la represión en la guerra y la postguerra.
[i] “Brutalización de la política…”.
[ii] Nacido en 1901, era de familia rica. Militar, en 1931 entró en el Partido Socialista, siendo instructor de los jóvenes milicianos socialistas. Fue asesinado por falangistas.
[iii] Francisco Galán fue instructor de las milicias antifascistas formadas por el Partido Comunista.
[iv] Ricardo de Rada había nacido en Málaga en 1885, siendo militar en África y de ideas carlistas.
[v] Juan Antonio Ansaldo era de familia aristocrática y militar.
[vi] Por medio de un acuerdo secreto con Mussolini firmado por los partidos monárquicos en 1934.
[vii] Ver aquí mismo “Más sobre enemigos de la democracia”.
[viii] Por ejemplo, Estat Català, fundado en 1922 por Francesc Macià.
[ix] Eduardo González Calleja en su trabajo citado en la nota i.
[x] Formaron parte del “Ejército catalán” creado por Estat Català.
[xi] Ver “El holocausto español” de Paul Preston.
[xii] El autor cita a José Luis Ledesma, Antonio Elorza y a Elena H. Sandioca.
[xiii] Por lo que el autor no considera coerción las acciones violentas de unos y otros durante la II República y otros regímenes anteriores.
[xiv] E. González Calleja en la obra citada en nota i.
(*) La matanza de Paracuellos se dio entre noviembre y diciembre de 1936.
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