viernes, 15 de septiembre de 2017

De Cádiz al "trienio"



El inquisidor Llorente, luego regalista

Cuando las Cortes de Cádiz exigieron una contribución económica a la Iglesia, no hicieron sino seguir una vieja costumbre de los reyes anteriores en momentos de necesidad, pero para el clero reaccionario no era lo mismo, pues no reconocía legitimidad al nuevo régimen. La primera reacción ideológica contra el liberalismo surgió en varios focos: el andaluz, concentrado en Cádiz y en Sevilla con Inguanzo, clérigo asturiano, el padre Alvarado (el filósofo rancio), el padre Rafael Vélez (capuchino) que luego sería obispo de Ceuta y arzobispo de Santiago; el foco mallorquín fue más violento, y estuvo formado por el franciscano Raimundo Strauch[1], el carmelita Manuel de Santo Tomás y el trinitario Miguel Ferrer; el foco de Galicia estuvo formado por el arzobispo de Santiago, Múzquiz, el padre Gayoso y el padre José Freguerela; el foco madrileño contó con el jerónimo fray Agustín de Castro, el mercedario fray Manuel Martínez y el cura Narciso Español.

La mayoría de los obispos fueron intransigentes ante la consulta que sobre amnistía se planteó en 1817: quince de ellos se inclinaron por la amnistía, pero veintitrés lo hicieron en contra, mientras que once fueron partidarios de una amnistía con restricciones. Por su parte, el hecho de que el restablecimiento de la Compañía de Jesús hubiese sido obra del absolutista Fernando VII, llevó a los liberales a oponerse a aquella en el futuro. El rey era maestre de las órdenes militares y los grandes prioratos de San Juan estaban anejos a vástagos de la familia real.

El valor de las rentas anuales de 58 obispados era, en 1802, de 52 millones de reales, mientras que en 1820 habían descendido a 34[2]. Tras la guerra que acabó en 1814, el Estado, en bancarrota, buscó nuevas fuentes de ingresos, y recurrió a los bienes eclesiásticos siguiendo una tradición regalista acentuada en tiempos de Carlos IV. Los recursos tradicionales consistían en la participación de los diezmos, tercias (la tercera parte del acervo común de los diezmos, la cual se ponía directamente bajo la administración de la Hacienda), excusado (diezmo de la mayor casa diezmera de cada pueblo), el noveno (novena parte de los diezmos que quedaban después de haber sido sustraídas las tercias)[3] y otras rentas. A esto hay que añadir el producto de las anualidades y vacantes, el fondo pío beneficial (participación del Estado en rentas de beneficios eclesiásticos, concedido a Carlos III), el subsidio y los fondos de la bula de cruzada. Las resistencias y defraudaciones fueron abundantes.

La deuda pública, entonces, era enorme. Entre los arbitrios consignados al pago de la deuda en el decreto de 13 de octubre de 1815, la mitad eran de origen eclesiástico y el fondo más consistente era el de las fincas procedentes de obras pías y de la séptima para de los bienes eclesiásticos secularizados, cuya venta había sido concedida por Pío VII a Carlos IV.

En 1820, ante la nueva situación política, el nuncio declaró la indiferencia de la Iglesia en materias políticas, y exhortaba la obediencia al nuevo gobierno, hasta tal punto de que la jura de la Constitución se hizo sin especiales incidentes en todas las iglesias del reino. La prensa anticlerical empezó a tener gran importancia, participando en ella algunos clérigos, ejemplo de lo cual es Sebastián Miñano. Las tres grandes figuras del regalismo español aparecen también en el “trienio”: Amat, Villanueva y Llorente. Amat era irenista, conciliador y moderado, aconsejando un concordato con el papa. Llorente representa la corriente más radical, tomando las ideas de los constitucionalistas franceses y propugnando una Iglesia nacional. Por su parte, las Cortes del “trienio” actuaron, en materia eclesiástica, con más decisión que las de Cádiz.

En 1820 comenzó una nueva represión sobre la Compañía de Jesús, pues para los liberales el restablecimiento de la misma había sido ilegal por haberlo decidido el rey, correspondiendo a las Cortes o al Gobierno constitucional, pero ahora se produjo la extinción, no la expulsión de los jesuitas, como en el siglo XVIII. Quedaron totalmente suprimidas las órdenes monacales, los canónigos regulares, los hospitalarios y los frailes de las órdenes militares. El rey sancionó esta ley no sin resistencia por su parte, mientras el Gobierno consiguió del papa que autorizase al nuncio para despachar secularizaciones.

Según Toreno, durante el “trienio” se vendieron 25.177 fincas de conventos; aproximadamente la mitad del total. Las mejores tierras cayeron en manos de acomodados, con lo que –como en desamortizaciones posteriores- los campesinos no se beneficiaron esencialmente de la operación, y en muchos casos se les aumentaron las rentas al establecerse la nueva relación laboral de tipo liberal. En 1821 dio comienzo la desaparición del diezmo: el Estado renunció a su participación en él, dejando íntegra la parte de la Iglesia, pero entonces los campesinos se negaron a pagarlo, prueba de que se consideraba una obligación temporal y no algo instituido por Dios. De todas formas el campesinado quedó obligado a pagar una contribución a la Hacienda pública, lo que resultó oneroso para él.

[1] Durante el “trienio” fue arrestado en su palacio en 1822, llevado a Barcelona y asesinado al año siguiente (http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=strauch-y-vidal-raimundo).
[2] “Historia de la Iglesia en España” de García-Villoslada, tomo V.
[3] Concedido por Pío VII en 1800 y era administrado, lo mismo que el excusado, por los cabildos.

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