El inquisidor Llorente, luego regalista |
Cuando las Cortes de Cádiz exigieron una
contribución económica a la
Iglesia, no hicieron sino seguir una vieja costumbre de los
reyes anteriores en momentos de necesidad, pero para el clero reaccionario no
era lo mismo, pues no reconocía legitimidad al nuevo régimen. La primera
reacción ideológica contra el liberalismo surgió en varios focos: el andaluz,
concentrado en Cádiz y en Sevilla con Inguanzo, clérigo asturiano, el padre
Alvarado (el filósofo rancio), el padre Rafael Vélez (capuchino) que luego sería
obispo de Ceuta y arzobispo de Santiago; el foco mallorquín fue más violento, y
estuvo formado por el franciscano Raimundo Strauch[1],
el carmelita Manuel de Santo Tomás y el trinitario Miguel Ferrer; el foco de
Galicia estuvo formado por el arzobispo de Santiago, Múzquiz, el padre Gayoso y
el padre José Freguerela; el foco madrileño contó con el jerónimo fray Agustín
de Castro, el mercedario fray Manuel Martínez y el cura Narciso Español.
La mayoría de los obispos fueron intransigentes
ante la consulta que sobre amnistía se planteó en 1817: quince de ellos se
inclinaron por la amnistía, pero veintitrés lo hicieron en contra, mientras que
once fueron partidarios de una amnistía con restricciones. Por su parte, el
hecho de que el restablecimiento de la Compañía de Jesús hubiese sido obra del
absolutista Fernando VII, llevó a los liberales a oponerse a aquella en el
futuro. El rey era maestre de las órdenes militares y los grandes prioratos de
San Juan estaban anejos a vástagos de la familia real.
El valor de las rentas anuales de 58 obispados
era, en 1802, de 52 millones de reales, mientras que en 1820 habían descendido
a 34[2].
Tras la guerra que acabó en 1814, el Estado, en bancarrota, buscó nuevas
fuentes de ingresos, y recurrió a los bienes eclesiásticos siguiendo una
tradición regalista acentuada en tiempos de Carlos IV. Los recursos
tradicionales consistían en la participación de los diezmos, tercias (la
tercera parte del acervo común de los diezmos, la cual se ponía directamente
bajo la administración de la
Hacienda), excusado (diezmo de la mayor casa diezmera de cada
pueblo), el noveno (novena parte de los diezmos que quedaban después de haber
sido sustraídas las tercias)[3]
y otras rentas. A esto hay que añadir el producto de las anualidades y
vacantes, el fondo pío beneficial (participación del Estado en rentas de
beneficios eclesiásticos, concedido a Carlos III), el subsidio y los fondos de
la bula de cruzada. Las resistencias y defraudaciones fueron abundantes.
La deuda pública, entonces, era enorme. Entre
los arbitrios consignados al pago de la deuda en el decreto de 13 de octubre de
1815, la mitad eran de origen eclesiástico y el fondo más consistente era el de
las fincas procedentes de obras pías y de la séptima para de los bienes
eclesiásticos secularizados, cuya venta había sido concedida por Pío VII a
Carlos IV.
En 1820, ante la nueva situación política, el
nuncio declaró la indiferencia de la
Iglesia en materias políticas, y exhortaba la obediencia al
nuevo gobierno, hasta tal punto de que la jura de la Constitución se hizo
sin especiales incidentes en todas las iglesias del reino. La prensa
anticlerical empezó a tener gran importancia, participando en ella algunos
clérigos, ejemplo de lo cual es Sebastián Miñano. Las tres grandes figuras del
regalismo español aparecen también en el “trienio”: Amat, Villanueva y
Llorente. Amat era irenista, conciliador y moderado, aconsejando un concordato
con el papa. Llorente representa la corriente más radical, tomando las ideas de
los constitucionalistas franceses y propugnando una Iglesia nacional. Por su
parte, las Cortes del “trienio” actuaron, en materia eclesiástica, con más
decisión que las de Cádiz.
En 1820 comenzó una nueva represión sobre la Compañía de Jesús, pues
para los liberales el restablecimiento de la misma había sido ilegal por
haberlo decidido el rey, correspondiendo a las Cortes o al Gobierno
constitucional, pero ahora se produjo la extinción, no la expulsión de los
jesuitas, como en el siglo XVIII. Quedaron totalmente suprimidas las órdenes
monacales, los canónigos regulares, los hospitalarios y los frailes de las
órdenes militares. El rey sancionó esta ley no sin resistencia por su parte,
mientras el Gobierno consiguió del papa que autorizase al nuncio para despachar
secularizaciones.
Según Toreno, durante el “trienio” se vendieron
25.177 fincas de conventos; aproximadamente la mitad del total. Las mejores
tierras cayeron en manos de acomodados, con lo que –como en desamortizaciones
posteriores- los campesinos no se beneficiaron esencialmente de la operación, y
en muchos casos se les aumentaron las rentas al establecerse la nueva relación
laboral de tipo liberal. En 1821 dio comienzo la desaparición del diezmo: el
Estado renunció a su participación en él, dejando íntegra la parte de la Iglesia, pero entonces los
campesinos se negaron a pagarlo, prueba de que se consideraba una obligación
temporal y no algo instituido por Dios. De todas formas el campesinado quedó
obligado a pagar una contribución a la Hacienda pública, lo que resultó oneroso para él.
[1] Durante el “trienio” fue
arrestado en su palacio en 1822, llevado a Barcelona y asesinado al año
siguiente (http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=strauch-y-vidal-raimundo).
[2] “Historia de la Iglesia en España” de
García-Villoslada, tomo V.
[3] Concedido por Pío VII en 1800 y era
administrado, lo mismo que el excusado, por los cabildos.
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