Restos de la antigüedad en Beirut |
José Soto Chica ha estudiado en profundidad las
relaciones entre bizantinos, sasánidas y musulmanes en los siglos que sirven de
gozne a las edades antigua y medieval[1].
En relación al imperio Bizantino estudia los efectos de la recuperación, en
época justinianea, sobre la sociedad y la cultura. En primer lugar el autor se
refiere a la polémica historiográfica sobre quienes consideran que el fin del
mundo antiguo se consumó por causa de los excesivos esfuerzos que el emperador
Justiniano exigió a su imperio. Soto Chica considera que esta interpretación no
es correcta: para él Justiniano dejó tras de sí un estado fuerte y sólido, un
estado que pudo afrontar los gastos militares generados por la conquista de
Italia y África, de donde consiguió el oro para equilibrar su balanza fiscal.
Justiniano disponía en 565 de un formidable
aparato militar que pudo hacer frente a las guerras balcánicas y persas.
También pudo encajar el golpe económico resultante de los estragos demográficos
de la gran peste de 542 y afrontar con éxito los costes de las guerras que
tuvieron lugar entre 533 y 561. El oro solo se agotaría en torno a 578, y poco después comienzan los verdaderos problemas económicos del Imperio.
El autor se pregunta si la recuperación de la
época de Justiniano quizá fue el factor que dio origen a los cambios y
transformaciones culturales y sociales que dieron al traste con el viejo mundo.
Tras Justiniano, por lo tanto, se dio un estancamiento inmediato, pero aquí no
nos interesa tanto saber cuando se cierne el fin de la antigüedad y comienza el
medievo, cuanto que existe ese debate entre los especialistas.
Después de lo que se ha llamado “primera Edad
de Oro” de Bizancio, sucedió una época oscura que no terminaría hasta comienzos
del siglo IX. Pero algunos autores indican que Justiniano, durante su reinado,
no gobernaba ya una koiné cultural
similar a la de los siglos IV y V, sino una entidad política en la cual una de
las dos partes –la oriental- marginaba y aculturaba a occidente. Ostrogorsky, a
quien cita el autor, señala que “al florecimiento literario del reinado de
Justiniano sucede, a partir del siglo VII, un período de desolación”. Occidente
sería, para el imperio Bizantino, una especie de apéndice colonial.
Soto Chica estudia luego el panorama cultural y
social de la Romania
entre mediados del siglo VI y mediados del VII. El primer siglo fue el de la
recuperación de la unidad política, económica y cultural del Mediterráneo, a la
vez que esa unidad fue definitivamente quebrada por la irrupción del Islam, que
comenzaba a definirse con trazos propios a partir de “colores” prestados por
los pueblos de la Romania
y el Eranshar (Irán), teniendo esta quiebra cultural “proporciones
universales”.
El imperio de Justiniano era bicéfalo
lingüísticamente hablando, con el latín y el griego como lenguas de cultura,
con territorios de cada una de estas dos lenguas y otros donde las mismas se
entremezclaban. En Sicilia, Calabria y Apulia (sureste de Italia) pugnaban las
dos lenguas principales por la hegemonía, mientras que en Dalmacia, Iliria, las
Mesias (en torno al Danubio, entre las actuales Serbia y Bulgaria), la Dardania (el sur de
Serbia y Kosovo), el centro y norte de Tracia, la Escitia, el norte de Epiro
y la Macedonia
septentrional, la población era de lengua mayoritariamente latina. Esta
bicefalia se daba también en los campos militar, jurídico, monetario,
administrativo, diplomático, cortesano, religioso y cultural.
En todas las unidades militares, ya estuviesen
establecidas en oriente o en occidente, o ya estuviesen formadas por soldados
armenios, tracios, africanos, capadocios o sirios, la lengua en la que se
impartían las órdenes era el latín, y esto siguió así por lo menos hasta
mediados del siglo VII. Todo ello aunque la lengua común de los soldados fuese
el griego. Los heraldos, por su parte, debían saber hablar y entender griego,
latín y persa.
Justiniano fue el reconstructor (o sus
colaboradores) de esa bicefalia lingüística y superpuesta a la amplia
diversidad de lenguas y culturas locales. Al reintegrar a su imperio a los más
de diez millones de habitantes del África latina, Italia, el sureste de
Hispania y las islas del Mediterráneo occidental, y sumarlos a los más de un
millón de habitantes de lengua latina de Iliria y Tracia, volvía a dar brío a
esa característica del antiguo imperio Romano.
El poeta e historiador Agatías, que vivió en el
siglo VI y había nacido en Mirina (costa occidental de la actual Turquía), se
hizo célebre por sus epigramas de temas clásicos y de su época, por su poesía erótica
y, tras su muerte, por la publicación de sus “Historias”, todo ello en lengua
griega. También usó el griego para dejarnos sus estudios sobre los bárbaros
alamanes y francos que se enfrentaron al general Narsés[2]
a mediados del siglo VI.
El poeta Paulo Silenciario, autor también de
epigramas eróticos y otros de géneros variados (amorosos, protépticos,
composíacos, epidícticos, fúnebres y votivos, pero conocido sobre todo por su
poema yámbico “Descripción de Santa Sofía) conocía perfectamente el griego y el
latín, pues como alto funcionario del Imperio se había educado en las dos
lenguas. Agatías y Silenciario no fueron dos excepciones, pues por los mismos
años redactaron sus obras Juan de Lydo y Pedro Patricio, y ambos hicieron uso de
obras latinas. El primero redactó su “De las magistraturas” en latín, y eso que
era de la ciudad de Lydo, en el oeste de Anatolia.
Fuera de Constantinopla también tenemos
ejemplos: el poeta africano Flavio Cresconio Coripo estuvo en la corte de
Justino II y escribió en latín sus obras de poesía, declamando sus poemas ante
Juan Troglita, militar, el senado cartaginés y Justino II. Dice de Troglita que
supera a muchos otros escritores y filósofos de la antigüedad (Pero las hazañas de Juan me instruyeron para
describir sus campañas y referir todos sus hechos a los hombres del futuro – dice-).
Coripo conoce sobradamente las obras de Homero, Apolodoro, Platón, Herodoto,
Lucano, Claudio Claudiano y otros, y es una muestra del mantenimiento de la
cultura clásica entre los siglos VI y VII.
En el imperio Bizantino la gramática, la
retórica y la filosofía eran la base de toda educación. Por Agatías se sabe que
en 551, cuando el gran terremoto que azotó la cuenca oriental del Mediterráneo
arrasó Beritos (Beirut), varios centenares de estudiantes nobles murieron
sepultados. Beritos tenía la mejor escuela de derecho de toda la Antigüedad tardía. Tras
el terremoto la escuela se trasladó a Sidón, pero luego volvió a Beritos.
Del general de Justiniano Juan Troglita se
dice que era capaz de recordar pasajes enteros de la “Iliada” de Homero y de la
“Eneida” de Virgilio. En 551, con ocasión del nacimiento de Germano, el
historiador Jordanes presentó ante la corte imperial su obra latina “Getica”,
una historia de los godos en latín, pues la lengua materna del emperador
Justino[3]
era el latín. Se publicó el “Código” de Justiniano en latín, mientras que el
“Digesto” en griego. Este emperador tenía al latín por lengua materna, igual
que los emperadores desde finales del s. IV hasta finales del VI (excepto dos).
Mientras tanto, una miríada de esclavos
contribuían, sin saberlo, a la brillantez de la cultura bizantina en la época
estudiada. Franz Georg Maier[4]
ha señalado que los esclavos desempeñaron en el imperio Bizantino el mismo
papel que los germanos en Occidente. Al aceptar el cristianismo, los esclavos
fueron integrados culturalmente.
[1] “Bizantinos, sasánidas y musulmanes. El fin del
mundo antiguo y el inicio de la Edad Media
en Oriente. 565-642”.
[2] Persa al servicio de
Justiniano.
[3] (518-527), había sido comandante de la guardia
imperial; a la muerte de Anastasio se hizo con el poder.
[4] “Historia Universal”, Siglo XXI, vol. 13,
Madrid, 1979, 4ª edic.
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