Iglesia de La Bajol (Girona) |
Se ha publicado en formato de libro una carta
que, en junio de 1939, dirigió Manuel Azaña a Ángel Ossorio, residente entonces
en Buenos Aires, mientras Azaña se encontraba en Collonges-sous-Salève
(Francia) muy cerca de la frontera suiza. El título del libro es “Adiós al
porvenir”, y lo considero muy acertado, porque el de los españoles iba a ser,
por largas décadas, muy negro.
¿Quien fue Ángel Ossorio Gallardo? Ante todo un
gran jurista que terminó abrazando las ideas demócrata-cristianas, pero que defendió,
antes de la II República,
un estado corporativo como el que impusieron Primo de Rivera y luego el
general Franco. De todas formas se opuso a las dos dictaduras, muriendo en
Buenos Aires en 1946. La amistad con Azaña revela el nivel de las dos personalidades,
pues con ideas distintas, mucho más avanzadas y transformadoras las de Azaña,
mantuvieron una amistad que llevó a este a escribirle, al menos, la carta que
ahora se publica, de una extensión extraordinaria.
“Estamos instalados en una casa de hechura
saboyana, algo vieja y bastante destartalada”, dice el Presidente al comienzo.
“Añádase a todo esto la imponente contigüidad del boscoso Salève, que hasta
hace quince días nos ha tenido envueltos en nieblas y chaparrones, y está hecho
el catálogo de los incentivos con que la soledad y la naturaleza concurren a
hacerme llevadero el destierro”, continúa.
Azaña muestra su amargura, en todo el texto,
por la situación de España, por los últimos días de la guerra, por sus
relaciones con el Gobierno de Negrín, con el que queda clara su nula simpatía;
preocupado por las obras de arte que se guardan en el castillo de Perelada, que había sido
su residencia al final de la guerra, por las personas de condición humilde y
sus colaboradores, de cuya vida temía lo peor. La gran humanidad de Azaña se
pone de manifiesto en esta carta, que tiene algunos parecidos con su “Causas
de la guerra de España”. De sí mismo se compadece solo en parte: “todo lo que
soy lo llevo conmigo”; patriota, siente lo pasado a España como a él mismo, sin
distinción alguna, y no deja de tener presente el sacrificio de muchos de sus
colaboradores, de militares leales, de trabajadores que han quedado sepultados
en “la tierra materna”, de tantos a los que en los últimos días de la guerra aún
les quedaba sufrir: niños, ancianos, milicianos, personas de toda condición.
Dice de él que no es un intelectual en sentido
puro, considerando que este último es el que no se mancha, el que no se
compromete, el que vive de sus pensamientos y de sus obras, sin tomar partido
abierta, materialmente, y luego señala que el nudo de la guerra estaba en
Cataluña, pues seguramente tenía presente la importancia económica y cultural
del país, el europeismo de sus clases dirigentes, la propensión independentista
de parte de su población, principal enemiga de los facciosos. Del ejército
republicano –dice- es una “masa sin esqueleto”, incapaz ya de detener el avance
de los sublevados, que avanzaban por Cataluña antes de tomar Barcelona en el
relato retrospectivo que Azaña está haciendo a su amigo.
Reconoce la deslealtad recíproca que hubo entre
los gobiernos español y catalán y luego relata su estancia en el castillo de
Perelada, en el alto Ampudán, con su masa pétrea y sus torres góticas. Se
lamenta del abandono en Barcelona de importantísima documentación que el
Gobierno, en su marcha de España, dejó al servicio del ejército sublevado, y no
tanto por el valor intrínseco de la misma, sino por la información que
facilitaría a los que iban a comenzar la segunda gran matanza a partir de abril
de 1939.
Cita al salmantino Saravia, militar a su
servicio a quien agradece lealtad y consejos, mientras convence al general Rojo
para que se produzca una entrevista, que Azaña propone, entre los dos y Negrín,
Presidente del Gobierno. Este, como se sabe, partidario –quizá por influencia
comunista, quizá por su propio carácter, irreductible- de continuar la guerra
hasta conseguir una paz honrosa, Azaña ya no tiene esperanza alguna, como no la
tuvo Prieto, por lo que fue sustituido al frente del Ministerio de Defensa. En
la entrevista que se produjo Azaña pidió a Negrín que, en su nombre,
sugiriese al Gobierno, al que debía reunir, un acuerdo para pedir una paz
humanitaria, solo para salvar vidas, sin más pretensiones, pues sabía que la
guerra y la República
estaban perdidas.
De Giral habla sobre su pericia para evitar ser
fusilado por los facciosos, refugiado en Llansá ante de salir de España. A la
postre, estos hombres –Azaña y Negrín- que tenían misiones distintas, más
ejecutivas el segundo, querían el bien de España, salvar vidas, como lo
demostró Negrín con sus puntos para alcanzar una paz que el general Franco
desoyó. La sublevación de Casado, que con otros como Besteiro tuvieron la
oportunidad de llevar a cabo la idea de Azaña pero por medios deshonrosos,
querían también el bien de España, salvar vidas, pero es que no había ya
coordinación, no había disciplina entre los republicanos; España dividida
territorialmente por el enemigo y dividida entre sus mujeres y hombres defensores
de la libertad.
Azaña terminó sus días en España en la pequeña
aldea catalana de La Bajol,
en el norte la provincia de Girona, en la raya con Francia, cerca de una mina
donde se guardaban de la rapiña valiosas obras, que servía a su vez (la mina)
de residencia al ministro de Hacienda, Enrique Ramos. El verdadero Presidente
de la República
–dice Azaña- no era él “o mejor, el dueño”, añade, sino el comandante del
batallón de carabineros que velaba por su seguridad y la de La Bajol…
El libro excelentemente editado con ilustraciones de
Manuel Flores, contiene un prólogo (al final) debido a Vicente Ferrer Azcoiti. Se
incluyen también fragmentos de discursos, textos de Azaña y de otros autores:
“Me he preguntado algunas veces si es bien conocido el propósito de la República, defendiéndose
de la agresión interior y extranjera…” (Azaña, 1937). “Los españoles somos
naturalmente reaccionarios… porque nuestra posición firme es siempre contra
algo” (Antonio Machado, “Juan de Mairena”, 1933-34). “René: ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Que triste es la guerra! Todos los soldados han muerto y solo quedamos
nosotros dos que somos enemigos y que, como ya no tenemos fuerzas para luchar,
nos lanzamos feroces insultos” (Miguel Mihura, 1929).
No hay comentarios:
Publicar un comentario