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En 1777 la monarquía
española obtuvo de Portugal las islas de Fernando Poo, Corisco y Annobón “y el
territorio continental adyacente”[i].
Por primera vez desde el Tratado de Tordesillas de 1494, se reconocía a España
el derecho a la posesión de territorios propios en el África subsahariana. La
realidad, sin embargo, fue atrayéndolos a la órbita ultramarina británica, a
medida que el comercio esclavista se fue convirtiendo en “trata legal”. Solo la
tardía incorporación de España al sistema colonial contemporáneo supuso la
paulatina conversión de Guinea en una “colonia de producción” impulsada
ideológica y económicamente por los misioneros claretianos. En las colonias
españolas, los africanos debían “conseguir” una nueva identidad cultural, como
un reto civilizatorio planteado y ofrecido a quienes eran concebidos como
carentes de identidad cualquiera[ii].
La realidad, sin
embargo, dio la espalda a los presuntos intereses españoles. Teóricamente
colonizadas, aquellas islas portuguesas no solo estaban desiertas de europeos y
de cualquier infraestructura comercial disponible para el comercio triangular,
sino que la primera expedición oficial, organizada en 1778 desde Montevideo,
resultó un desastre: hostilidad y resistencia por parte de los indígenas,
fiebres palúdicas, escasez de alimentos, motines…
Solo veinticinco de los
ciento cincuenta tripulantes iniciales regresaron a Sudamérica, y los
territorios guineanos quedaron envueltos en un halo de peligrosidad. La segunda
expedición oficial española no llegaría a las islas hasta 1841, pero mientras
tanto el contexto internacional había cambiado radicalmente: España veía cómo
se iba disolviendo su antiguo sueño imperial, (ya en 1807 Gran Bretaña había
abolido aquel tráfico de esclavos para el que aquellas islas remotas parecían
destinadas). Los tratados hispano-británicos contra el tráfico ilegal de
personas (1817 y 1835) habían establecido el derecho de visita a los buques
españoles por la marina británica, y también determinados mecanismos de control
entre los cuales la creación de tribunales mixtos en Freetowm[iii]
y en Fernando Poo.
Unos territorios
adquiridos para el comercio de esclavos iban a empezar su etapa de
colonización con el establecimiento de un tribunal para su represión. Es en
esta lógica cuando británicos procedentes de Sierra Leona crearon la ciudad de
Clarence –la futura Santa Isabel, actual Malabo- en 1827. Aunque dicho tribunal
nunca llegó a funcionar, ciudadanos británicos establecieron en Fernando Poo y
Corisco sus enclaves comerciales, cambiando la antigua trata ilegal por el
comercio llamado legal de aceite de palma y otros productos. Las islas
españolas pasaban a ser una pieza más del entramado ultramarino británico, y en
ellas se empezaba a desarrollar una comunidad de habla inglesa, religión
protestante, vocación comercial y amplias relaciones en aquel tejido colonial,
que sería enormemente influyente hasta la descolonización definitiva en 1968 (*).
El éxito británico
estimuló las ansias españolas en un contexto ultramarino que a medida que
avanzaba el siglo se fundía como el hielo. Un intento británico de compra de
los territorios en 1840 por 60.000 libras esterlinas,
provocó la respuesta airada de la prensa española y de las Cortes, que
proclamaron la “españolidad” de las islas. A partir de este momento, el
Gobierno de Madrid organizó algunas expediciones oficiales a Fernando Poo, sin
que ninguna empresa española se atreviera a competir con las ya establecidas en
las islas. A partir de 1858, año en que empezó la efectiva colonización
española, se planteó un tipo de intervención mínima estatal: el Gobierno de
Madrid mantendría en Santa Isabel a un oficial de la Marina como gobernador, el
cual contaría con una pequeña dotación militar y la ayuda “civilizadora” de una
comunidad jesuita, mientras el comercio permanecería en manos británicas.
Este modelo vivió un
momento álgido durante la primera República, que minimizó más si cabe la
presencia española en Guinea. Reducida a una expresión casi testimonial, no fue
hasta los albores de la Conferencia de Berlín, a finales de 1883, cuando el
Estado, aunque bajo el mismo esquema, aumentó considerablemente su presencia
oficial en la colonia. En esta nueva etapa, que sería la definitiva en el
proceso de colonización, los misioneros claretianos serían la punta de lanza de
un Gobierno que les financió y les permitió todo: a cambio de su extensión por
todos los territorios coloniales, indispensable para el reconocimiento
internacional de la colonia, mantendrían un oscuro monopolio –dice Jacint Creus-
en el ámbito educativo, que les permitió una situación privilegiada y una
actuación directa sobre los indígenas (bubis en Fernando Poo, ndowé y fang en
el continente y en el estuario del Muni, ambú en Annobón).
El propio concepto de
colonización había cambiado. Si la etapa británica se caracterizó por una trata
comercial que no precisaba apenas la ocupación del territorio, sino tan solo la
complicidad de sus habitantes, la pretensión española era convertir aquellos
territorios en una colonia de producción, siendo el cacao el principal
objetivo. Convertir Fernando Poo en una “finca” fue la pretensión proclamada
por misioneros y administradores coloniales; un objetivo que requería, a su
vez, la conversión de los indígenas en trabajadores útiles al nuevo sistema
económico.
La acción educativa fue
la pieza maestra de este modelo, y los claretianos, al aplicarla, fueron
esclavos de unos sueños, unas ideas y unas contradicciones que viajaron con
ellos desde España. Al darles forma en África, quisieron incorporar a los
guineanos a esos mismos sueños, ideas y contradicciones, como si aquellas
sociedades no fueran más que un vaso vacío que hubiera que llenar con un
contenido al gusto. Y así fue como crearon un grave conflicto en el seno de
esas sociedades a las que pretendían servir, las africanas, que también tenían
sus propios sueños, ideas y contradicciones.
El autor al que sigo
recoge el testimonio de un claretiano en Guinea, Ermengol Coll: dos misioneros
descuidados se vieron atacados por una lluvia de dardos o lanzas de madera
llamados por los bubis mochika. No veían a nadie, pero entendiendo el peligro
en que estaban, retrocedieron a toda prisa… Después de la llegada de los
claretianos por primera vez en 1883, llegaron otros usando aquellos “transportes
cicateros”, heredando una iglesia y una casa abandonada que había sido de los
jesuitas. Los claretianos habían visitado la bahía de San Carlos (hoy se encuentra Luba, al suroeste de Malabo), luego Libreville y Corisco, y se pusieron a aplicar la obligatoriedad de
la enseñanza en español, contra la escuela anabaptista allí implantada, de
expresión inglesa.
Los claretianos
establecieron un pequeño internado en Santa Isabel, mientras que esta localidad
y San Carlos, en la isla de Fernando Poo, y Corisco frente al estuario del
Muni, eran las sedes de los numerosos negocios europeos de la colonia, la
mayoría no españoles. Libreville recibió su nombre porque allí desembarcaban a
los esclavos liberados de los negreros ilegales, pero había una misión católica
más antigua, francesa, que se había fundado en 1844 por el espiritano monseñor
Bessieux. Por su parte, el padre Ciriaco Ramírez, claretiano, se dedicó a
explorar el campo que se le había confiado, por lo que después de hacerse
cargo de los bubis en Banapá y Basilé, alargó sus excursiones hasta San Carlos,
para lo que contó con el apoyo del hacendado Guillermo Vivour, que conocía los
lugares. En cierta ocasión visitaron una ranchería bubi, el clérigo invitó a
los indígenas a besar el crucifijo pero estos se negaron, “creyendo que era un
ascua de fuego”, pero no se opusieron a tener a los misioneros entre ellos.
El padre Joaquín
Juanola fue el primero en visitar al “rey” Moka: “solo diré – habla el propio
Juanola- que el gran Moka se mostró muy caballero en todo”, aunque con
posterioridad se mostraría arisco y brutal. Moka prefería que nadie sacase a
los indígenas de los bosques para asistir a las reuniones con los claretianos, y llegó el momento en que una reunión a mediados de 1884, enfrentó a los
misioneros españoles con los franceses, creyendo los primeros, por medio de su
superior, que era posible educar a los indígenas “mediante la separación, el
alejamiento y la disciplina”.
Los misioneros
franceses, por su parte, reconstruyeron las abandonadas misiones de Saint
Joseph (frente a Corisco), Saint Thomas (Denis) y Saint Jacques (en el río
Rhembone). En la zona de Libreville tenían una misión central, otra en
dirección al Muni, otra al sur de la actual ciudad y una más en la ribera del
río Pongwe. Esto impidió la expansión de las misiones claretianas, lo que
inflamaría las relaciones entre las dos comunidades…
La tarea “civilizadora”
de los espiritanos comprendió el mantenimiento de hospitales para indígenas,
recibiendo de su gobierno “laico y republicano” 6.000 francos anuales;
mantenían una finca para su autoabastecimiento y recibían oleadas de
inmigrantes fang, encontrando el mayor obstáculo en la poligamia…
(*) Ver aquí mismo "Enfrentamiento entre dos dictaduras".
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