La Asamblea, por medio por la
Constitución de 1793, estableció el sufragio universal pero indirecto, lo que
se hizo con una Convención (o Asamblea) muy mermada en miembros asistentes: 371
de un total de 903 elegidos. El nombre de Convención fue adoptado de la que se
reunió en 1787 en Filadelfia para redactar la Constitución norteamericana. En
la francesa había muchísimos abogados, que decidieron la abolición de la
monarquía, seguramente con la presión de la Comuna. Es el momento de los
girondinos, los cuales provenían en su mayor parte de las provincias
periféricas, donde la revolución era más tibia que en París. Estos girondinos
recibieron el apoyo de los diputados de “la Llanura”, preocupados por el
creciente poder de los de “la Montaña”, mientras que los jacobinos estaban
liderados por Robespierre y Danton.
Las operaciones militares contra
las potencias absolutistas europeas no iban bien para Francia, lo cual ha de
tenerse en cuenta para comprender la reacción termidoriana posterior, al tiempo
que la sensación de inseguridad puso en contra de la revolución hasta a muchos
de los clérigos juramentados, con la influencia que tenían sobre la población
rural. Esto llevó a un decreto para eliminar al clero insumiso, a los que se
privó del sueldo y los derechos civiles si daban muestras de oposición a la
revolución. Otro decreto permitió expulsar del país a todo clérigo denunciado
por un mínimo de diputados, aumentando así el número de sacerdotes emigrados a
Inglaterra, Suiza y, en el caso de España, a Valencia y Barcelona.
La Convención se convirtió, pues,
en tribunal de justicia mientras que el auge de los jacobinos aumentaba, condenando
a muerte a rey. A comienzos de junio de 1793 los “sans culottes”, apoyados por
la artillería de la guardia nacional, irrumpieron a mano armada en el salón de
sesiones de la Convención y se llevaron presos a los diputados girondinos
nominados por Marat. Esta es la misma Convención que, dominada por los
jacobinos, aprobó un nuevo texto constitucional tras los trabajos de una
comisión presidida por Saint Just e inspirada por el marqués de Condorcet. La
aprobación fue a mediados de junio de lo que entonces se llamó año I, poco
después de establecerse los implacables tribunales revolucionarios que mandaban
a la muerte expeditivamente.
La Constitución de1793 fue
refrendada por menos de dos millones de franceses, siendo el censo de electores
de más de siete millones. Los excesos revolucionarios habían llevado a muchos a
dejarse influir por el clero refractario, con gran influencia en las zonas
rurales, además de que se veía con desconfianza la guerra que Francia mantenía
con media Europa.
La Constitución expresó el
sagrado respeto a la propiedad, prueba de los intereses de los que apoyaban su
texto, estableció el laicismo en Francia y declaró la moral y la virtud como
esenciales. Pero la entrada en vigor de esta Constitución se aplazó hasta que
llegase la paz, que ahora no existía ni en la propia Francia, pues había
comenzado la insurrección llamada de La Vendée, con un fuerte componente
religioso, también importante en Bretaña y Normandía. El “viva la religión” era
gritado por los jefes militares de extracción plebeya como Sotfflet, hijo de un
molinero, que se levantó en La Vendée, o Cathelineau, sacristán y antes
vendedor ambulante, permite comparar este movimiento contrarrevolucionario con
el carlismo español de 1833, a juicio de Luis Lavaur[i].
A comienzos de abril se
constituyó el Comité de Salud Pública, brazo ejecutivo de la Convención y,
quizá, auténtico gobierno de Francia hasta su desaparición (1794). La
Convención endureció ahora su legislación contra la Iglesia: se persiguió a los
curas que no cumpliesen destierro después de haber sido sentenciados a ello, el
Estado se hace con los bienes de los sacerdotes emigrados, se acordó deportar a
Guayana a los sacerdotes, juramentados o no, no condenados a muerte por los
tribunales en razón de su edad… El historiador Michelet vio a la revolución
como una lucha entre la gracia divina y la justicia, quedándose corto –dice Lavaur-
el “ecrasez l’infame”, aplasten a infame de Voltaire. Se impone la
intolerancia, se abolió todo culto de cualquier credo y se estableció un nuevo
calendario que señalaba el año 1793 como el I, pretendiendo con ello el triunfo
absoluto de la razón; se sustituyó el descanso dominical por el pagano “décadi”,
el décimo día de diez en el nuevo calendario, que estuvo en vigor hasta 1806.
Entre los “sans culottes” algunos
se destacaron como furiosos (“enragés”), mientras en esta deriva se ve la mano
de Hébert, dueño del “`Père Duchesne”, el periódico de mayor tirada de Francia
que se repartía gratuitamente en parte. El arzobispo de París, Gobel, fue
obligado a dejar su palacio y su cargo, entregándose este a los deseos de los
revolucionarios, al parecer, con gran efecto propagandístico. La catedral
parisina se consagró para el culto a la diosa Razón y más tarde así se hizo con
otros templos de Francia, y en una iglesia de Burdeos se rindió homenaje a la
española Teresa Cabarrús, que desde la riqueza se convirtió en benefactora de
los oprimidos y se entregó al servicio de la Convención, lo que no la libró de
la persecución en el ambiente enrarecido al que se había llegado.
Algunos se dieron al robo en las
iglesias, se incendiaron los altares, pero el culto –dice Pierre Brizon- no fue
en ningún momento suprimido en toda Francia. Al ser elegido Robespierre miembro
del Comité de Salud Pública actúa de forma totalitaria, quizá animado por las
noticias de los triunfos de la República sobre los reaccionarios católicos. La
Convención, entre tanto, está mermada en cuando a los diputados que asisten a
sus sesiones; el terrorismo estatal se agotaba en sí mismo.
El terror judicial se manifestó
mediante la Ley de Sospechosos de 1793 y mediante otra quedaron suprimidas las
garantías jurídicas al eliminar de las causas al defensor y los testigos. Por
eso el apogeo de la guillotina, final para los reos juzgados por tribunales
populares que se guiaban por una frase que se hizo célebre: “les aristocrates à
la lanterne” (los aristócratas a la farola) que ya se pronunció al dar comienzo
la revolución. Se colgaba de las farolas a los reos y se les linchaba…
Un clérigo de gran poder que
sobrevivió a la revolución fue Fouché, responsable del espionaje
durante esa época y el imperio napoleónico. Él fue el encargado de ganar Lyon,
que estaba en poder de los contrarrevolucionarios, lo que hizo de forma
expeditiva. También Juan Bautista Carrier fue especialmente conocido por su
crueldad, particularmente en Nantes. Algunas fuentes hablan de que las cárceles
estaban tan llenas que a Carrier se le ocurrió ahogar en grandes barcazas
surcando el río Loira a no pocos clérigos encerrados en las bodegas: eran las “noyades”
o ahogados. Igual hizo en Angers y Laval, contándose por millares el número de
ahogados. Varios centenares de religiosos, encerrados en los Pontones de
Rochefort, fueron torturados hasta la muerte, dándosele a este tipo el nombre
de “guillotina seca”.
Las campanas y techumbres
metálicas de las iglesias fueron empleadas en las fábricas de armamento para
material de guerra, mientras que la basílica de Santa Genoveva se salvó al dedicarla
la Asamblea Constituyente, a la muerte de Mirabeau (1791) a servir de panteón
de los revolucionarios; allí se encuentran también los restos de Rousseau y de
Marat, de Voltaire y otros. Hay, como vemos, etapas muy distintas en la
Revolución Francesa: el mismo Robespierre había dicho que “el ateísmo es cosa
de aristócratas, no del pueblo”, sabedor de que los campesinos y las gentes
humildes van con sus tradiciones y creencias generación tras generación sin
cuestionarse gran cosa lo trascendente, mientras que los instruidos –no siempre
aristócratas- tienden a hacer gala de ateísmo a la primera ocasión que se les
presente.
La Revolución Francesa ha
despertado mucha simpatía por el sustrato que dejó para los siglos venideros,
pero si entramos en el detalle no nos queda más remedio que preguntarnos si fue
necesaria tanta sangre, si fueron tantos los agravios sufridos por los de abajo
para que se tomasen la justicia por su mano contra los de arriba (y ya vemos
que las víctimas de la Revolución se encuentran entre todas las clases sociales
y entre todas las ideologías y tendencias).
El abogado Robespierre, alumno de
Rousseau, estuvo inspirado en el orden moral y preconizó una especie de
sincretismo entre la ética cristiana y las virtudes revolucionarias. Y sin
embargo “el incorruptible” no escapó a las contradicciones de su tiempo. Quiso
que la revolución no fracasase y creyó –o aceptó sin miramientos- que toda
concesión era un riesgo. Desde 1795 la Revolución Francesa tomará otro rumbo que ya no tratamos aquí.
[i]
“Persecución religiosa en la Revolución Francesa”. Este trabajo está hecho
desde una óptica favorable a la Iglesia y contiene muchos juicios de valor, no
considerando la situación de partida ni dando ocasión a explicarse los
comportamientos de unos y otros en un contexto que parte de los abusos del
Antiguo Régimen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario