Cuando en 1792 el rey Carlos IV
sustituyó a Floridablanca por Aranda al frente de la Secretaría de Estado,
hubo un cambio en la política que había seguido aquel en relación a los
sucesos revolucionarios en Francia. Mientras que Floridablanca cerró fronteras
para que no entrase propaganda del país vecino, Aranda puso más el acento en
que no se enturbiasen las relaciones con la República francesa y evitar, en
la medida de lo posible, la paz. Según Teófanes Egido[i]aparecieron
nuevos periódicos y hubo cierta libertad para hablar y para la estancia de
extranjeros. Aranda mostró también desinterés por la Inquisición y propuso
que la monarquía española se ofreciese como mediadora en Europa para evitar
la guerra, lo que no fue posible porque a mediados de aquel año los ejércitos
franceses vencían a los austríacos en Valmy[ii].
Algunos españoles, convencidos de la bondad de la revolución, huyeron a
Francia y, desde Bayona, lanzaron proclamas al pueblo español para
convencerlo de que había llegado el tiempo de la libertad. Son los casos de
Rubín de Celis y el abate Marchena.
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Aranda se vio forzado, en parte, en volver a la política de Floridablanca,
pero restando competencias al Consejo de la Inquisición y de Hacienda. El rey
Carlos IV, por su parte, tenía dos objetivos fundamentales: preservar la
monarquía en Francia y el reconocimiento en dicho país de la religión católica.
El mismo emperador Leopoldo II había creído en la revolución hasta que tuvo
noticias de los sucesos de Varennes, con la pretendida huída de Luis XVI y su
detención (junio de 1791).
Decidida la guerra entre la Convención francesa y la monarquía española, a
pesar de los intentos de Aranda por evitarla, se formaron tres frentes, el
principal en Cataluña, el segundo el vasco-navarro y el tercero el
aragonés, el menos atendido. La línea divisoria fueron los Pirineos, de ahí que
a esta guerra se le haya conocido en ocasiones por dicho accidente geográfico.
Pero Aranda retrasó las operaciones para seguir aparentando que España podía
ser mediadora ante las potencias europeas, a pesar de las presiones de Viena,
Nápoles y Cerdeña. También de Roma, donde Pío VI “clamaba por una cruzada
contra la revolución”.
Las victorias de los ejércitos prusiano y austríaco entre agosto y
septiembre de 1792 parecían dejar libre el camino a París, lo que desencadenó
el pánico en esta capital y se dieron jornadas sangrientas contra los que se
sospechaba conspiraban a favor del enemigo. Entonces Aranda vuelve a intentar
el camino de la neutralidad abierta, que exponía mucho menos a España, sus
colonias y al mismo rey de Francia desposeído, pero el rey Carlos IV no podía
transigir con quienes para cualquier negociación exigían el reconocimiento
previo de la República y depuso al conde de Aranda, sustituyéndolo por Manuel
Godoy (noviembre de 1792). Este no cambió en nada la política de neutralidad de
su predecesor en un principio, sino solo cuando no le quede otro remedio: la
declaración de guerra por parte de la Convención. Hasta que esto suceda, Godoy
tratará por todos los medios de actuar a favor del rey francés.
Sin embargo, con la muerte en la guillotina del rey francés, se desencadenó
fuera de Francia (y dentro entre los realistas), todas las reacciones
filomonárquicas que eran de esperar. En España la publicidad logró crear un
ambiente entusiasmado en el pueblo contra los impíos. Honras fúnebres, lutos
oficiales, sermones acalorados, relaciones y pliegos se encargaron de fabricar
la imagen de un rey mártir por el trono y la religión. La monarquía española se
alió entonces con Inglaterra, su tradicional enemiga mientras la Convención
declaraba la guerra a España en marzo de 1793.
La lucha contra Francia encontró un entusiasmo extraordinario en la opinión
pública, enardecida por los estímulos de sus dirigentes, que supieron explotar
la xenofobia, el misoneísmo, la ortodoxia, todo revuelto y coadunado –dice
Teófanes Egido- contra los franceses demonizados. Ni siquiera se libraron de la
hostilidad desatada los inmigrantes huidos de la revolución, que se vieron
acosados por ataques y motines violentos. El clero jugó un papel importante,
hasta el punto de que Godoy reconoció para el ambiente caldeado contra Francia
la importancia de los sermones. Algunos nobles armaron regimientos propios y
hasta llegó a decirse que centenares de bandidos de Sierra Morena acudieron a
Guipúzcoa al mando de su jefe.
El ejército español de Cataluña estuvo al mando del general Antonio
Ricardos; el central por el príncipe de Castelfranco; el vasco-navarro por
Ventura Caro. Dentro de la coalición europea a España le correspondió cubrir la
frontera pirenaica, pero cuando el rey Carlos IV convocó a los jefes militares
en Aranjuez, Aranda (marzo de 1794) se enfrentó a Godoy y volvió a su idea de
neutralidad armada de paz con Francia, lo cual le confirmó cuando la campaña de
1794 fue desastrosa para España en los extremos del Pirineo.
En Francia se iban apreciando cambios desde la desaparición, en julio de 1794,
de Robespierre, y se inició una vía de moderación en las relaciones externas
encaminadas a salir del aislamiento y a conseguir el reconocimiento
internacional. Godoy, en España, volvió a los planteamientos de Aranda incluso
en el papel que podía jugar la monarquía como mediadora ante posibles
conflictos en Europa. Cuando se preparaba la reunión en Basilea, la Convención
termidoriana habló de que España le cediese Guipúzcoa, Luisiana y Santo Domingo
entero. España pedía el restablecimiento de la religión católica por la
República francesa, territorios donde Luis XVII pudiese ejercer su soberanía y
el retorno de los límites a la situación anterior a la guerra. La respuesta de
la Junta de Salud Pública fue que “estas cuestiones son injuriosas a nuestra soberanía
nacional…”.
Entonces se confió, respectivamente, en dos experimentados personajes, el
marqués François Barthélemy, embajador de la República en Suiza, y Domingo de
Iriarte, que había sido encargado de relaciones con París en otro tiempo,
embajador de España en Polonia y ahora en Venecia. La cuestión de la libertad
de Luis XVII y la entrega a España de este y de la hermana del rey español,
María Teresa, se resolvió porque el delfín murió en junio (20 de pradial) y la
dama podía esperar. En julio de 1795 (cuatro de termidor) se firmó el tratado
de paz por los dos plenipotenciarios. España reconoció a la República francesa,
salvó la integridad territorial y, sobre las colonias, cedió a Francia la
Luisiana, el vasto espacio en América del norte que treinta y dos años antes
Francia cediera a España y cuya conquista y colonización fueron muy costosas.
Se entregó a Francia la parte española de Santo Domingo.
Los verdaderos hacedores de la paz de Basilea, por lo tanto, fueron los
citados diplomáticos, aunque el título de “Príncipe de la Paz” se lo otorgase
el rey a Manuel Godoy.
[i] “España en el reinado de Carlos IV”.
[ii]Al norte de Francia.
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