El comercio no fue, según Juan José Ferrer Maestro, la
actividad económica prioritaria en la antigua Roma (hablamos del imperio), sino
que la primacía correspondió a la propiedad de la tierra y sus rentas que, a
finales del Imperio superaban en proporción de 20 a 1 las procedentes de la
industria artesanal y el comercio[i].
La economía romana se caracterizó por una ausencia total del concepto de
inversión productiva; los grandes propietarios consumían riquezas por una razón
u otra, pero no invertían.
La idea del lucro entre los ricos se llevó a cabo por medio
de la propiedad y el préstamo, pero otra característica de la economía romana
fue el proceso dinamizador de intercambio derivado de la expansión territorial:
había que mantener a los ejércitos en campaña y también abastecer a Roma. La
“annona” imperial se puede interpretar como el organismo encargado del
transporte y reparto de los productos, pero también como un tributo en favor de
la “Urbs”. El oficio de la “annona” no solo atendía las necesidades de Roma
ciudad, sino el abastecimiento del ejército con precios directamente
intervenidos, función principal de la “praefectura annonae”[ii]
Uno de los productos intervenidos por el Estado fue el aceite
(sobre todo de la Bética), cuyo consumo se ha calculado en seis litros por
persona y año entre los siglos I y III. En época de Augusto el cereal
transportado para el suministro de Roma fue, por término medio, unas 300.000
toneladas al año. El Estado romano forzó su intervencionismo en los precios,
así como en garantizar los suministros básicos. Con éste comercio regulado
existió otro en el que sí podemos hablar de oferta y demanda, pero en cantidad
menor que el controlado por el Estado.
Ferrer Maestro señala que el largo período que va desde
Augusto hasta el primer tercio del siglo III, se caracterizó por condiciones
altamente favorables, siendo el siglo II el “momento” álgido del crecimiento
económico. Se dieron dos factores esenciales: la importancia de las
instituciones imperiales y el liderazgo económico de Italia. El entramado de
rutas terrestres fue constantemente mantenido, mientras que la red fluvial
facilitaba el movimiento de mercancías en las regiones interiores. La
utilización del Mediterráneo pacificado (en las costas que se asoman a él
estaba la mayoría de la población), sin piratería y alejado de las zonas
terrestres conflictivas y sus puertos estratégicos, facilitó el acelerado
crecimiento de la demanda.
Temin[iii],
a quien cita Ferrer Maestro, considera que se trató de “un enorme conglomerado
de mercados interdependientes” que se complementó con algunos puntos atlánticos
y otros continentales, garantizando el suministro del Imperio, excepto de
productos exóticos. No resulta verosímil, sin embargo, que el trueque y el
autoabastecimiento hubieran desaparecido, pues la mayor parte de la población
era rural. Pero también hay estudios que demuestran que durante los dos
primeros siglos de nuestra era, el Imperio estuvo plenamente monetarizado con
dos sistemas, sestercios en occidente y dracmas en oriente, con una tasa fija
de intercambios entre ambos.
El resultado fue un mercado plenamente integrado, pero ello
no significa que la moneda estuviese al alcance de toda la población, pues
dependía de los centros urbanos y su efecto de atracción sobre los comerciantes
y los militares de los campamentos cercanos, en éste caso tratándose de tierras
fronterizas. Ferrer Maestro señala que al menos las tres cuartas partes del
valor de los intercambios en época romana tuvieron lugar en mercados de ámbito
comarcal.
Pero el sistema de valores dominante fue el de la
aristocracia de grandes propietarios, de forma que, si hubiesen existido
individuos con intención inversora, habrían tenido grandes dificultades, pues
el intervencionismo estatal, con su gran voracidad fiscal, lo hubiese impedido.
Un ejemplo de ello –dice Ferrer Maestro- lo tenemos en la tasa “collatio
lustralis”, una imposición establecida por Constantino a todos los comerciantes
que fue una auténtica pesadilla: se recaudaba en oro y plata, pero terminó por
ser pagada solo en oro durante el siglo V; se aplicaba cada cuatro años pero se
podía diferir a los cuatro siguientes.
El historiador Zósimo, entre los siglos V y VI, habla de que
Constantino derrochó mucho dinero de los impuestos en prodigalidades, y el
Código Teodosiano gravó a quienes vivían en el palacio, los clérigos, hombres
poderosos, etc. si se dedicaban al comercio, “ya que ellos no deben dedicarse”
a dicha actividad. También los gobernadores provinciales aplicaban el impuesto.
En Pisidia (interior de Anatolia), para evitar el hambre de sus pobladores, la
autoridad prohibió se vendiese trigo a más de un denario el modio, lo que
indica que dicho precio era alto, pues un denario equivalía a 16 ases.
La sociedad idealizaba al rentista y el predominio era de los
especuladores y del afán de lucro de los traficantes. En 301 Diocleciano se
declaró defensor de la “utilidad pública” y de los “intereses comunes”, y
Juliano, al instalarse con su ejército en Antioquia (362-363) aplicó una
política contra la carestía de los bienes necesarios: “a los ricos les prohíbo que
lo vendan todo a precio de oro”, pues la presencia del ejército en la ciudad
había aumentado la necesidad de bienes, con la consiguiente tendencia al alza
de precios. Decidió, debido al encarecimiento del trigo, importarlo de otras
partes, “ordené un precio justo”, dice, y “decidí enviar por el [trigo] a
Calcis, Hieraópolis y otras ciudades”.
Esto puso de manifiesto el carácter especulativo de aquella
crisis, pues el precio se había encarecido por los acaparadores. Libanio, en el
siglo IV, habla de otra crisis que vino después de Juliano, entre 381 y 383, de
forma que las medidas de las autoridades aumentaron las pérdidas de los
artesanos por la especulación con algunos productos de primera necesidad, que
se solían vender en mercados físicos semanales de ámbito local (“nundinae”),
suavizando las dificultades provocadas por el retraimiento del comercio
internacional.
Durante el siglo IV hubo una reanimación del comercio en
relación al III[iv],
especialmente en las provincias orientales, debido a la estabilidad y paz de
dicho siglo, pero el predominio del emperador no disminuyó y la economía se
resintió por la falta de confianza en la moneda de vellón, cuyo uso había
potenciado Diocleciano. Constantino puso en circulación el “solidus”, de fuerte
valoración y notablemente apreciada por el metal que contenía, pero la excesiva
circulación de oro perjudicó a las clases inferiores, agrandando las
diferencias entre ricos y pobres.
La imagen decadente que proyectó el siglo III en la antigua
Roma ha prevalecido sobre lo que se sabe de la recuperación durante el IV. La
desaparición de la moneda en gran número de transacciones fue el resultado de
la espiral inflacionista y el aumento del precio de los metales nobles, pero
también influyeron la inestabilidad política, la permeabilidad fronteriza y la
amenaza de los pueblos “bárbaros”. Pero las necesidades de una población
habituada al intercambio no desaparecieron, incluso aumentaron las necesidades
de abastecer a un complejo ejército vigilante en los márgenes del Imperio. El
siglo IV no fue una época decadente económicamente, lo que demuestran los
trabajos arqueológicos sobre el mundo rural. La crisis iniciada a finales del
siglo II convulsionó los anteriores tiempos de prosperidad, pero la sociedad
romana se adaptó a los cambios: se superó el desgobierno, se reformaron las
instituciones y el Imperio se cohesionó, aunque al final del proceso la
fractura fue aún mayor entre los poderosos y los débiles.
Entre 310 y 370 el precio del oro se incrementó unas 12.000 veces, generando una tremenda caída del poder adquisitivo. La adaptación durante el siglo IV se debió a la tregua de los pueblos bárbaros en sus ataques y el reforzamiento de las líneas fronterizas de defensa. Cuando los ricos fijaron sus residencias en las “villae”, estas se hicieron autosuficientes y se desligaron de la economía y el control de la ciudad, pero esto no afectó al comercio; la ciudad y el campo continuaron su estrecha relación, ahora adaptada a la realidad de estas “villae”. Sabemos que durante el siglo IV se produjo el mayor abastecimiento de productos urbanos a las “villae” de Hispania y el más fluido aporte de monedas como nunca antes había ocurrido. Aquella autosuficiencia, por tanto, tendrá que referirse a unos casos, pero no a todos.
[i] “El mercado en la antigua Roma y la economía agropecuaria en tiempos de crisis”.
[ii] En contra de esto se pronuncia L. Wierschowski, citado por el autor que sigo aquí.
[iii] Puede tratarse de Peter Temin, economista.
[iv] El comercio se regionalizó y la moneda fue frecuentemente manipulada desde Caracalla. El pago de los impuestos en moneda se resintió desde finales del siglo II, por lo que aumentó la tasación en especie.
Ilustración: mosaico de Sousse, Túnez, con operarios portuarios (romanainsolentia.com/2015/11/29/por-mar-y-por-tierra-hispania-y-el-mediterraneo/)
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