Si el nivel intelectual de las autoridades eclesiásticas españolas, durante el régimen del general Franco, fuese igual que el de los casos estudiados por Mónica Moreno Seco, éste sería bajísimo, con un desconocimiento casi absoluto de lo que los partidos demócrata-cristianos europeos hacían, así como el clero de otros países.
La autora citada estudia[i]
los casos de tres obispos de Orihuela y otro que lo fue de León, centrándose
entre los años 1939 y 1959. Los cuatro se enmarcan en lo que se ha llamado
nacional-catolicismo, defensores de una Iglesia jerarquizada e igualmente la
sociedad, identificando patria y religión en algunos casos y con críticas a lo
que, desde finales del siglo XIX, se ha llamado modernidad.
La autora detecta una inadaptación evidente a la sociedad
que, aunque amordazada, es cambiante, como lo demuestran los propios eclesiásticos
elegidos cuando hablan de lo que consideran vicios e inmoralidades. Los
escritos pastorales que produjeron, como es costumbre, fueron leídos en todas
las parroquias, pretendiendo con ello extender al resto del clero y a los
fieles su pensamiento.
Algunos abordaron la cuestión social de forma muy abstracta,
pretendiendo separarse tanto del capitalismo como del socialismo, y
preconizando un sistema que no existe sino teóricamente, con alusiones a la “fraternidad”
que debe existir entre patronos y obreros. Un aspecto en el que hicieron
hincapié fue el de la indisoluble unidad entre España y catolicismo, ignorando
a minorías que no eran católicas o no concebían dicha religión de la misma
forma. Así, la lucha contra el paganismo y el indiferentismo, en palabras de
los propios obispos seleccionados, fue una constante, e igualmente contra el
laicismo y la política educativa de la II República, sin distinción entre los
diversos gobiernos durante dicho régimen.
Como en tiempos anteriores, sus escritos hacen alusión
continuamente a los “derechos de la Iglesia, entrando en contradicciones cuando
se adhieren al régimen de Franco pero denuncian la relajación de costumbres que
ven en la sociedad de dicho régimen. Consideran al pueblo español "entero" cuando se levantó contra la República, ignorando a propósito la radical
división de la sociedad española que no nació en la II República.
El obispo que ocupó la sede de Orihuela entre 1923 y 1943 fue
Javier Irastorza Loinaz, que había nacido en San Sebastián en 1875. Sus
escritos están llenos de alusiones a “la gran España, la gran misionera de la
fe y de la civilización que iluminó con sus resplandores toda la Tierra”. Son
frases huecas que no se corresponden con la realidad, pues en la historia de
España, como en la de cualquier otro país, hay claros y obscuros, crímenes y
hechos heroicos. Su exacerbado anticomunismo estuvo muy en consonancia con el
del régimen establecido a partir de la guerra civil, atribuyendo a los
sacerdotes el papel de mitigar “los ardores rebeldes en las luchas sociales”,
ignorando que muchos sacerdotes alimentaron el odio entre españoles no solo
durante la reciente guerra sino en siglos anteriores.
“Sin Sacerdote no hay Religión”, dice en otro momento, considerando
a aquel la garantía de la moral y de la paz social. La religiosidad interior
que los seres humanos han cultivado a lo largo de los siglos no existe para el
obispo Irastorza, que dio gran importancia a la enseñanza religiosa y consideró
la guerra civil como “cruzada”. Alabó al régimen de Franco, al que atribuyó el
mérito de eliminar los odios y prejuicios contra la Religión (con mayúscula).
En cuanto a la Acción Católica por él alentada en su diócesis, fue instrumento para la recuperación del poder eclesiástico colaborador con el régimen de Franco y legitimador del mismo, borrando el “estigma de rojez”. La teoría de la armonía entre las clases sociales proviene del pontificado de León XIII, pero luego lo harán suyo los regímenes fascistas, que no reconocerán sino la unión de todos en beneficio del Estado, y entra en contradicciones cuando, al mismo tiempo que denuncia la relajación moral de la sociedad, elogia los “sentimientos cristianos, tan profundamente arraigados, a través de los siglos”.
Luis Almarcha Hernández sustituyó en numerosas ocasiones a
Irastorza, preocupado aquel por el apostolado social. Nacido en 1887 en La
Murada, próxima a Orihuela, llevó a cabo diversas obras sociales católicas, como
una Casa Social, las Cajas Rurales Católicas, la cooperativa de Sedas Orihuela,
la Federación de Sindicatos Agrícolas Católicos, etc. En 1944 fue nombrado
obispo de León, y luego fue procurador en Cortes y miembro de varios organismos
oficiales: no pudo colaborar más con el régimen.
Almarcha criticó al
liberalismo, pero no hizo distinción entre el político y el económico (no a las
libertades básicas, no al sufragio, no a la igualdad entre hombre y mujer), y
demostró una evidente añoranza del pasado (en palabras de Mónica Moreno). En
la práctica legitimó el orden económico del franquismo que, con el sindicalismo
vertical, aplicaba la doctrina de la “armonía social”.
La Iglesia –dice- no acepta la concentración del capital en
pocas manos (pero la Iglesia es una de las acaparadoras de dicho capital desde
hacía siglos, añadimos) y habla del “esfuerzo viril” de los pobres contra los
poderosos. ¿Dónde está la armonía social? Almarcha es partidario de superar la
libre competencia y la lucha de
clases; el cómo ya es algo que queda en los arcanos. Mostró cierta preferencia
por el campo, atacó a la sociedad moderna y al socialismo, siendo partidario de
una organización del trabajo cooperativo, algo que intentó poner el
práctica como se ha dicho.
José García Goldáraz fue obispo de Orihuela entre 1944 y 1954[ii],
nacido en Hernani en 1893. Según la autora a la que sigo tuvo una visión menos
apocalíptica de la guerra civil, pero se inscribió en el nacional-catolicismo con otros muchos, aportando una novedad para su época, que los fieles también
formaban parte de la Iglesia, como poco después reconocería el Concilio Vaticano
II.
En la línea de exageraciones producto de la escasa reflexión,
dijo que España era la “primera nación evangelizadora del Orbe” y que el pueblo
español era el “elegido por Dios”, como el judaísmo religioso dice de sí mismo. Entró en
ese tipo de supersticiones tan en boga cuando se tiene poca formación
histórica: “gracias a Santiago España tuvo la Virgen del Pilar”, pues como
sabemos ni Santiago el Mayor pudo haber estado nunca en España ni lo del pilar
de Zaragoza se sostiene en realidad alguna. En la línea del régimen franquista
habló encomiásticamente de “la Reconquista, la Unidad Nacional, el
descubrimiento de América y el Imperio”.
Se ocupó de organizar misiones populares en la línea que ya
en Francia se había planteado como tierra de misión, lejos de considerar que
solo países lejanos debían ser objeto de ello, y denunció la práctica religiosa
como algo rutinario, en lo que tuvo mucho que ver la propia Iglesia. Recordó a
los ricos que debían dar si querían ser felices (no parece que con éxito) y a
los pobres que no debían aspirar sino a lo espiritual, con lo que ya tendríamos
esa armonía social tan querida como imposible. No dejó de considerar que la
Iglesia estaba ausente entre los trabajadores, pero defendió que las
desigualdades sociales eran naturales y de origen divino. Las obligaciones de
los ricos eran dar donativos y limosnas y los fieles debían ocupar en la
Iglesia el papel que les correspondía según su “calidad”.
Pablo Barrachina Esteban fue el más preparado de los obispos
estudiado por Mónica Moreno; nacido en Jérica (Castellón) en 1912, estuvo
vinculado a la HOAC de Valencia y a los “hombres” de Acción Católica de
Segorbe. Obsesionado con la autoridad y la unidad de los católicos (que era
para él lo mismo que los españoles), defendió una Iglesia y una sociedad
jerárquicas con un cierto toque de elitismo, como querría el Opus Dei.
“Dulcemente –dijo- manda el que está en puesto de autoridad”,
utilizando un léxico en el que frecuentemente entraban palabras como “combate”, “conquista”
y otros por el estilo. El pueblo, los fieles, no deben “tener juicio propio” y
predicó la indisoluble unión entre España y el catolicismo, como desde el III
Concilio de Toledo. Animó, no obstante, al clero, a tratar con obreros y gente
humilde, lo que da a entender que no se hacía y, por sus pastorales y escritos
se deduce no haber entendido que el cristianismo es un sistema moral, no
social, por eso Jesús no entró nunca en política, sino que se limitó –según los
Evangelios- a hablar del comportamiento de sus seguidores en cada caso.
Observó que la situación parroquial no era buena, lo que
entra en contradicción con esa indisoluble unidad entre catolicismo y España a
lo largo de los siglos, considerando el ambiente de su época como “malsano y
pestífero”, en lo que demuestra una escasa formación histórica, pues no ha
habido momentos sin sus crisis y combates morales. Autoritario, fue partidario
de que el papel dirigente correspondiese a grupos selectos y elitistas, muy en
consonancia con el fascismo de la época, teniendo como inspiradores a Balmes y
Donoso Cortés entre otros.
Tuvo un negativo juicio de la sociedad, considerando que la
moral pública se había relajado (con respecto ¿a qué época?): “Pueblo de Dios
es España. Predilecto entre los más amados”, contra el protestantismo, que parece
ignorar es una doctrina cristiana a la que considerará el Concilio Vaticano II.
No fue partidario de la profusión de libros, pues a poca libertad que existiese
propagaban matices que consideraba perniciosos, así como censuró que algunos católicos
viviesen con personas de otras religiones: “se ha perdido el pudor”, dijo en
cierta ocasión. Intransigente como la mayoría de los obispos de su época,
consideró que la ignorancia religiosa estaba muy extendida, a pesar del papel
preponderante que la Iglesia había tenido en toda la historia de España.
Fue partidario de que a la Iglesia se le reconociese –como así
fue- la vigilancia de toda enseñanza, pública y privada y, en general, legitimó
el sistema económico y la economía franquista de su época[iii].
El concilio Vaticano II de principios de los años sesenta dejó descolocados a estos obispos, así como a la mayor parte del clero católico español. Otros tiempos eclesiales se abrieron camino y personajes como los estudiados constituyeron la resistencia a los cambios.
En la fotografía (Wikipedia) el obispo Irastorza en su plenitud.
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