martes, 24 de diciembre de 2019

"La sentencia de excomunión es medicinal a las animas..."

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Las constituciones sinodales más antiguas que se conservan en Galicia, se remontan al siglo XII, según ha estudiado Mercedes Vázquez Bertomeu[i], cuando todavía ocupaba el arzobispado de Compostela Diego Gelmírez, que convocó varias asambleas en las que participaron el clero y el pueblo.

Pero el carácter ambiguo de estas reuniones ha llevado a los investigadores a considerar que las actas sinodales más antiguas datan de 1226, durante el mandato del arzobispo compostelano Bernardo II. Desde este momento se llevaron a cabo, con anterioridad al concilio de Trento, noventa y seis sínodos, por los cuales conocemos las actuaciones de los prelados y de los clérigos, así como los asuntos objeto de los visitadores diocesanos. La autora citada estudia también las normas emanadas de los concilios provinciales y de los concilios legatinos (estos últimos con participación de clérigos y autoridades civiles, además de, eventualmente, obispos de otros reinos) desarrollados en los primeros decenios de los siglos XIII y XIV.

Entre dicha documentación se han podido estudiar las sentencias de excomunión o los contratos de arrendamiento de bienes[ii], cuestiones relacionadas con la administración diocesana, legados testamentarios, amonestaciones, etc. ya en plenitud la reforma gregoriana[iii] llevada a cabo con anterioridad. También en estos sínodos se trataban cuestiones relativas al gobierno temporal de los señoríos episcopales, sobre todo a partir del siglo XIV, destacando dos instancias: la audiencia y la hacienda episcopales, pues fueron corrientes las intromisiones de laicos, monasterios y órdenes mendicantes en las competencias que los sínodos pretendían reservar a los obispos y a sus representantes, los más importantes los arcedianos.

El gobierno político debió permanecer en buena medida sujeto a una estricta vigilancia de los prelados, que dejaron en manos de los concejos rurales y urbanos y de las justicias seglares competencias muy limitadas. Debe tenerse en cuenta que la Iglesia fue asumiendo funciones como las últimas voluntades, sobre las viudas, los huérfanos, las disoluciones matrimoniales, etc. El férreo control de los obispos gallegos se vio facilitado por cuanto fueron señores de las ciudades episcopales y de las villas más importantes del reino, así como de una parte importante de los territorios rurales, lo que llevó a quejas y conflictos durante toda la Edad Media y, llegando el siglo XVI, largos procesos judiciales.

La parroquia y el párroco, clérigo éste que disfruta de un beneficio y que tiene la obligación de la “cura de almas”, comienzan a perfilarse a partir del IV concilio de Letrán (1215) y en la documentación de Galicia se utilizan los términos rector o clérigo cureiro, también el de clérigo acompañado del topónimo donde ejerce la función, aplicándose en este caso también cuando se trata de eclesiásticos auxiliares poseedores de capellanías o sinecuras. Desde este momento la Iglesia recupera el protagonismo para supervisar la vida religiosa local y los arcedianos son los encargados de la designación de los clérigos.

La parroquia se configura como “entidad de encuadramiento natural de los fieles”, obligados a la confesión anual y al pago del diezmo entre otros preceptos.

Los sínodos nacen de la voluntad del obispo y los canónigos, no pudiendo ninguno de ellos legislar por separado. Estos últimos son una élite cultural y de poder que separan su patrimonio (como corporación) del del obispo y nunca renuncian a su papel como cotitulares de las diócesis, aunque con el tiempo los obispos fueron adquiriendo más poder, hasta el punto de que se llegó a prohibir a los clérigos arrendar bienes de sus beneficios sin licencia episcopal.  

Era obligado asistir a los sínodos, tanto los clérigos seculares como los representantes monásticos, significando esto las relaciones feudales que se daban en el seno de los sínodos: la comparecencia se entendía como señal de reconocimiento y sujeción a la autoridad episcopal, celebrándose estos sínodos anualmente. Los textos sinodales más completos, para el caso de Galicia, son los de finales del siglo XV hasta el concilio de Trento, período de gran actividad sinodal.

La multitud de menciones a escrituras que se encuentran, a medida que pasa el tiempo, muestra la desobediencia a las normas establecidas por los sínodos, lo que provocó constantes reiteraciones. Se produjeron trasvases de clérigos de unas diócesis gallegas a otras y se dieron casos como, por ejemplo, el que buena parte del arcedianato de Deza, de la diócesis de Lugo, estuviera sujeto a la jurisdicción de los arzobispos de Compostela, y la asignación de las diócesis gallegas a la metrópoli compostelana no tuvo lugar hasta 1394[iv].

Los documentos sinodales dedican mucho espacio a la designación de clérigos, exigiendo corrección en sus vidas y la obligación de residencia, así como la sujeción de los clérigos a la obediencia de los obispos, lo cual se va logrando mediante la dotación a estos de un poder efectivo para decidir el acceso a las órdenes sacras y los beneficios, curados o no. Pero eran relativamente escasos –dice Vázquez Bertomeu- los beneficios parroquiales que los obispos podían presentar directamente sin atender a los derechos de presentación de otras personas o instituciones, y otro problema es la renta proporcionada por cada beneficio, pues cuando esta garantizaba una vida cómoda era más factible que el clérigo cumpliese con su deber de residencia. No obstante, la fragmentación de los beneficios (sobre todo las sinecuras) y sus rentas (diezmos frecuentemente percibidos por laicos), fue un obstáculo.

Algunos sínodos se dedicaron a obligar a varios patronos a ponerse de acuerdo para las presentaciones de clérigos, so pena de perder dicha facultad, al mismo tiempo que se exigió la verificación de órdenes sacras, de forma que ningún clérigo podría ejercer la cura de almas sin licencia expresa. En cuanto a la ordenación, el sínodo celebrado en Tui con Diego de Muros (1482), detalló por primera vez los requerimientos para acceder a cada grado, pero ya existían con anterioridad disposiciones menos ordenadas a este respecto, siendo la más antigua la promulgada en el concilio legatino de Valladolid en 1228, exigiendo a los clérigos capitulares y parroquiales el conocimiento del latín.

En 1229, en Santiago, el arzobispo Bernardo II insiste sobre este asunto, no existiendo más noticias hasta 1435 con Lope de Mendoza que, ante la escasez de clérigos gramáticos, exime de esta condición a quienes demuestren lo elemental para el oficio clerical. En algún momento los estudios de gramática fueron necesarios para el acceso al menos a las órdenes mayores, tal y como disponen los sínodos de Tui, Mondoñedo y Ourense donde, además de escribir y leer, los candidatos a órdenes debían saber latín.

En cuanto al lectorado, se exigió saber leer, el canto y el rezo de las horas canónicas, pero el esfuerzo sobre estos asuntos se ve cuando ya en 1226 se pide informe a los arcedianos sobre los clérigos hábiles para estudiar, así como cuáles son sus facultades y sus bienes, buscando consolidar la educación del clero a través de las escuelas catedralicias. Pero aún en 1322 se exigía en un concilio legatino que los clérigos tuviesen un dominio suficiente de la escritura. Los legisladores sinodales, por otra parte, establecían qué clérigos podían excomulgar ante el incumplimiento de ciertas normas, pues la sentencia de excomunión es medicinal a las animas, e se suele poner por justas causas de conducta o rebeldía, se decía en un sínodo habido en Ourense en 1543.



[i] “Clérigos y escritura en los sínodos gallegos anteriores a Trento”.
[ii] Los sínodos procuraban que no cayesen en personas poderosas con capacidad para apropiárselos.
[iii] Inspirada por el papa Gregorio Magno (siglo VI-VII), pero llevada a cabo por Gregorio VII en el siglo XI.
[iv] D. Mansilla Reoyo ha estudiado las disputas diocesanas entre Toledo, Braga y Compostela durante los siglos XII y XV. Citado por Vázquez Bertomeu en la obra de la nota i.

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