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En una obra colectiva
coordinada por J. Andrés Gallego y L. Llera[i] se
da una visión, en uno de sus capítulos, de la sociedad española de las últimas
décadas del siglo XIX, de un interés extraordinario. La base son las novelas
realistas de aquellos escritores como Galdós, Parzo Bazán, Valera, Clarín y
otros que, por medio de sus personajes, muestran una sociedad lastrada por el
vicio, el atraso, la corrupción, la miseria moral, pero también, como
contrapunto, las personas honradas y valiosas que permiten comprender mejor el
conjunto.
Parece ser que la
política, entendida como polémica entre unos y otros, fue la “amante” de los
españoles en la época de la Restauración, como ha señalado Pardo Bazán, una “querida
imperiosa” que llegó a convertirse en una epidemia (La Tribuna, Los pazos de Ulloa). A doña Emilia le parecía que a los
escritores les competía combatir el absurdo de que el pueblo tuviese esperanzas
en formas de gobierno que desconocía, y así se expresaba la escritora:
Entre
el almuerzo y la comida se reformaba, se innovaba una sociedad; fumando un
cigarro se descubrían nuevos principios, y en el fondo de la vorágine
batallaban las dos grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque se apoyaban
en algo secular, lentamente sazonado al calor de la historia: la monarquía
absoluta y la constitucional…
Son abundantes en la
novela de la época las alusiones al carlismo, así como la relación existente
entre éste, política y religión, como sucede en Marta y María, de Palacio Valdés. Juan Luis Alborg, a quien citan
los autores a los que sigo, señala que “queda descrito con nitidez el estado de
agitación ideológica existente en todo el país…”. Alusiones al carlismo se
encuentran también en Fortunata y
Jacinta, de Galdós, y en La madre
naturaleza (Pardo Bazán). En general, la imagen que se da en la narrativa
de estos autores, como en Pereda y otros, es la de un sistema minado por la corrupción
y la incapacidad, terreno fácil para los advenedizos que aspiraban al poder sin
tener preparación ni dotes para ello. Valera, en Las ilusiones del doctor Faustino, muestra “el encumbramiento de la
gente inepta por todos los estilos”.
Los intereses
individuales y familiares se ven en La desheredada* de Galdós, que aparecen en varias
novelas enquistados en las altas esferas de la administración, y que
aprovecharán las concesiones estatales para hacer pingües negocios. Y otro es
el caso de las cesantías, que muestra Pereda al narrar la historia de un
trágico personaje, Serafín Balduque (Pedro
Sánchez), de quien señala que tenía todo un record: cuarenta y siete años justos, con una hoja de servicios limpia como una
patena, había sido cesado veintitrés veces, lo que representaba otras
tantas larguísimas temporadas de angustiosas privaciones. La práctica del
cambio de funcionarios –dicen los autores a los que sigo- llenaba las oficinas
ministeriales de auténticos ineptos, como refleja con frecuencia Galdós en sus
novelas, en las que pone de manifiesto la incuria y la incompetencia con la que
se trataban los asuntos públicos.
¿Y el mundo rural?
Según Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa,
por todas partes cubre el manto de la
política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas… Las ideas no
entran en juego, sino solamente las personas y en el terreno más mezquino:
rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate
naval en una charca. Y todo ello dominado por la omnipresente y omnipotente
figura del cacique, personaje también muy retratado en la novela de la época
con matices distintos: negativos y en general ridículos, como Barbacana y
Trampeta (Los pazos de Ulloa), los
dos caciques que se disputan el poder, como personajes ignorantes, faltos de
una verdadera ideología y dispuestos a cualquier pacto y tropelía con
tal de mantener el poder.
De Álvaro Mesía, personaje
de Clarín en La Regenta, dice Galdós
que es acabado tipo de la corrupción…
hombre que posee el arte de hacer amable su conducta viciosa y aún su tiranía
caciquil… el cotorrón guapo de buena ropa, y el jefe provinciano de uno de esos
partidos circunstanciales que representan la vida presente, el poder fácil, sin
ningún ideal ni miras elevadas. Valera nos da la imagen de un cacique
diferente en Juanita la Larga, pues
don Andrés era “un cacique archiculto y como hay pocos”.
El fraude electoral se
narra en varias obras (Doña Luz de
Valera, Los pazos de Ulloa, de Pardo
Bazán): la sustitución de la urna de las papeletas, que también cuenta Alarcón
en La Pródiga y Pereda en Los hombres de pro. Palacio Valdés
despreciaba la política, y puso en boca de Miguel Rivera (Maximina) que los personajes
de la política, cuando no son merodeadores dignos de la cárcel, me parecen,
salvo honrosas excepciones, rebaños de hombres adocenados, ignorantes que se
han tomado ese oficio por ser el más descansado y lucrativo, los ignorantes de
aldea que vienen a repetir en el Congreso los mismos chanchullos que han
fraguado en el Ayuntamiento o en la Diputación…
Y Pereda, en Los hombres de pro, hace una feroz
crítica al sistema parlamentario –una auténtica farsa- y a sus prácticas,
inmorales y antipatriotas, como descubrirá su personaje, el iluso don Simón de
los Peñascales, protagonista de la obra: un tabernero que, gracias a los buenos
negocios y a la buena suerte, llegará a potentado y entrará en la política,
pero acabó totalmente desilusionado de ella, además de medio arruinado por su
causa: el mal no está en que, por
casualidad, salga de un mal tabernero un buen ministro, o un gran alcalde, o un
perfecto modelo de hombre de sociedad; la desgracia de España… consiste en que
quieran ser ministros todos los taberneros…
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