miércoles, 18 de diciembre de 2019

Sociedad y novela (1)

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En una obra colectiva coordinada por J. Andrés Gallego y L. Llera[i] se da una visión, en uno de sus capítulos, de la sociedad española de las últimas décadas del siglo XIX, de un interés extraordinario. La base son las novelas realistas de aquellos escritores como Galdós, Parzo Bazán, Valera, Clarín y otros que, por medio de sus personajes, muestran una sociedad lastrada por el vicio, el atraso, la corrupción, la miseria moral, pero también, como contrapunto, las personas honradas y valiosas que permiten comprender mejor el conjunto.

Parece ser que la política, entendida como polémica entre unos y otros, fue la “amante” de los españoles en la época de la Restauración, como ha señalado Pardo Bazán, una “querida imperiosa” que llegó a convertirse en una epidemia (La Tribuna, Los pazos de Ulloa). A doña Emilia le parecía que a los escritores les competía combatir el absurdo de que el pueblo tuviese esperanzas en formas de gobierno que desconocía, y así se expresaba la escritora:

Entre el almuerzo y la comida se reformaba, se innovaba una sociedad; fumando un cigarro se descubrían nuevos principios, y en el fondo de la vorágine batallaban las dos grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque se apoyaban en algo secular, lentamente sazonado al calor de la historia: la monarquía absoluta y la constitucional…

Son abundantes en la novela de la época las alusiones al carlismo, así como la relación existente entre éste, política y religión, como sucede en Marta y María, de Palacio Valdés. Juan Luis Alborg, a quien citan los autores a los que sigo, señala que “queda descrito con nitidez el estado de agitación ideológica existente en todo el país…”. Alusiones al carlismo se encuentran también en Fortunata y Jacinta, de Galdós, y en La madre naturaleza (Pardo Bazán). En general, la imagen que se da en la narrativa de estos autores, como en Pereda y otros, es la de un sistema minado por la corrupción y la incapacidad, terreno fácil para los advenedizos que aspiraban al poder sin tener preparación ni dotes para ello. Valera, en Las ilusiones del doctor Faustino, muestra “el encumbramiento de la gente inepta por todos los estilos”.

Los intereses individuales y familiares se ven en La desheredada* de Galdós, que aparecen en varias novelas enquistados en las altas esferas de la administración, y que aprovecharán las concesiones estatales para hacer pingües negocios. Y otro es el caso de las cesantías, que muestra Pereda al narrar la historia de un trágico personaje, Serafín Balduque (Pedro Sánchez), de quien señala que tenía todo un record: cuarenta y siete años justos, con una hoja de servicios limpia como una patena, había sido cesado veintitrés veces, lo que representaba otras tantas larguísimas temporadas de angustiosas privaciones. La práctica del cambio de funcionarios –dicen los autores a los que sigo- llenaba las oficinas ministeriales de auténticos ineptos, como refleja con frecuencia Galdós en sus novelas, en las que pone de manifiesto la incuria y la incompetencia con la que se trataban los asuntos públicos.

¿Y el mundo rural? Según Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa, por todas partes cubre el manto de la política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas… Las ideas no entran en juego, sino solamente las personas y en el terreno más mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca. Y todo ello dominado por la omnipresente y omnipotente figura del cacique, personaje también muy retratado en la novela de la época con matices distintos: negativos y en general ridículos, como Barbacana y Trampeta (Los pazos de Ulloa), los dos caciques que se disputan el poder, como personajes ignorantes, faltos de una verdadera ideología y dispuestos a cualquier pacto y tropelía con tal de mantener el poder.

De Álvaro Mesía, personaje de Clarín en La Regenta, dice Galdós que es acabado tipo de la corrupción… hombre que posee el arte de hacer amable su conducta viciosa y aún su tiranía caciquil… el cotorrón guapo de buena ropa, y el jefe provinciano de uno de esos partidos circunstanciales que representan la vida presente, el poder fácil, sin ningún ideal ni miras elevadas. Valera nos da la imagen de un cacique diferente en Juanita la Larga, pues don Andrés era “un cacique archiculto y como hay pocos”.

El fraude electoral se narra en varias obras (Doña Luz de Valera, Los pazos de Ulloa, de Pardo Bazán): la sustitución de la urna de las papeletas, que también cuenta Alarcón en La Pródiga y Pereda en Los hombres de pro. Palacio Valdés despreciaba la política, y puso en boca de Miguel Rivera (Maximina) que los personajes de la política, cuando no son merodeadores dignos de la cárcel, me parecen, salvo honrosas excepciones, rebaños de hombres adocenados, ignorantes que se han tomado ese oficio por ser el más descansado y lucrativo, los ignorantes de aldea que vienen a repetir en el Congreso los mismos chanchullos que han fraguado en el Ayuntamiento o en la Diputación…

Y Pereda, en Los hombres de pro, hace una feroz crítica al sistema parlamentario –una auténtica farsa- y a sus prácticas, inmorales y antipatriotas, como descubrirá su personaje, el iluso don Simón de los Peñascales, protagonista de la obra: un tabernero que, gracias a los buenos negocios y a la buena suerte, llegará a potentado y entrará en la política, pero acabó totalmente desilusionado de ella, además de medio arruinado por su causa: el mal no está en que, por casualidad, salga de un mal tabernero un buen ministro, o un gran alcalde, o un perfecto modelo de hombre de sociedad; la desgracia de España… consiste en que quieran ser ministros todos los taberneros…



[i] “La cultura española del siglo XIX…”.
*Concretamente en el sermón de Los Peces.

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