En torno a 1900, dice
Domínguez Ortiz, la extinción de las congregaciones religiosas en Francia,
fruto de las pasiones exacerbadas por el “caso Dreyfus”, provocó el éxodo a
España de comunidades enteras, que se instalaron en antiguos cenobios
abandonados, como el de Silos; fue una invasión pacífica que en número no
superó algunos centenares y en calidad aportó a la Iglesia hispana un refuerzo
nada desdeñable, muy acorde además con la tradición de un país que por haber
recorrido muchas veces las vías amargas del exilio estaba moralmente obligado a
otorgar una reciprocidad hospitalaria. Otros motivos igualmente fútiles servían
de pretexto para actitudes anticlericales: congresos católicos, peregrinaciones
a Roma e incluso episodios individuales sacados de la crónica de sucesos, como
el que dio pie a que Pérez Galdós estrenara en 1901 el drama “Electra” (*), con
repercusiones en toda España de increíble apasionamiento.
En ese vendaval había,
sin embargo, más ruido que nueces; los grados de anticlericalismo eran muchos;
en general, era más fuerte en el Sur y el Este que en el centro y Norte; más en
las ciudades que en los campos; más en las clases bajas que en las altas y
medias; pero las excepciones a estas reglas eran tan numerosas que le quitan
mucho valor; había muchas familias de clase media en las que la mujer era
asidua practicante, los hijos iban a un colegio de frailes y el padre de
familia despotricaba contra la Iglesia en la tertulia vespertina. No había nada
de común entre el agnosticismo de correctas maneras de muchos intelectuales
como Ortega o Ramón y Cajal y el odio feroz del proletariado anarquizante;
durante un siglo se había alimentado de una subliteratura (dice Domínguez
Ortiz) en la que se pintaba a los curas como aliados de los capitalistas,
enemigos del pueblo, y a los conventos como antros en los que se albergaban los
vicios más repugnantes.
La Iglesia observaba
estos hechos con indignación, clamaba contra los abusos de la libertad de
prensa y algunas veces intentó acudir a los tribunales con nulo resultado. Se
aferraba a los procedimientos tradicionales: obras de caridad y misiones. Las
“Damas” catequistas reunían grupos de obreros a los que enseñaban artículos del
catecismo a cambio de algunos donativos de ropa o alimentos (“¡Las tías
zorras…!”, exclamaba un personaje de Baroja).
En principio, ni por su
personal ni por su programa podía incluirse a los partidos de turno en el
debate clerical, pero la estrategia política fue marcando distancias. Las
disensiones llevaron a los integristas
a desgajarse del carlismo, siendo así que muchos de los miembros de aquel movimiento se acercaron al partido conservador de la mano de la Unión Católica del
marqués de Pidal. Las disensiones alcanzaron tal violencia que el papa Pío X
intervino reprobando los excesos del integrismo, siendo él mismo un integrista
según Domínguez Ortiz[i],
intransigente en las negociaciones con la República Francesa y perseguidor del modernismo. Y que en la Iglesia española
no hubiese modernistas indica el escaso nivel intelectual del clero español,
mientras los jesuitas se expresaban mediante su revista Razón y Fe, muy conservadora.
En los seminarios se
educaba a los alumnos en una atmósfera de aislamiento frente a las influencias
exteriores y a los obispos parecía preocuparles más los mínimos grupitos protestantes
que la apostasía de las masas con sus supersticiones. Mientras, las relaciones
entre anticlericalismo y problemas sociolaborales fueron complejas; había un
republicanismo popular anticlerical y agresivo, capitaneado en Valencia por
Blasco Ibáñez y Rodrigo Soriano; en Cataluña estaba el demagogo Lerroux, y
dentro del socialismo el anticlericalismo era de rigor, pero no prioritario;
más bien interesaban a esta familia ideológica las reivindicaciones sobre el
bienestar, el trabajo, el salario, la salud, etc. de los asalariados.
En este contexto se
produjo la gran protesta contra la guerra en Marruecos, que tuvo en Barcelona
su máxima expresión en 1909; como fue reprimida por el Gobierno con dureza, las víctimas fueron muchas y permanecía la injusticia de poder pagar para librarse de
ir a la guerra, la repercusión internacional fue enorme, sobre todo cuando se
llevó a cabo la pena de muerte contra Ferrer Guardia, pedagogo libertario que,
según lo que se ha investigado, las pruebas contra él no fueron terminantes.
Pero el
anticlericalismo no era exclusivo de anarquistas, obreros o intelectuales de
izquierdas; había católicos anticlericales, como por ejemplo José Canalejas, e
incluso hubo clérigos anticlericales por lo menos desde el siglo XVIII.
[i] "España, tres milenios de historia".
(*) Fue un alegato contra los poderes de la Iglesia y contra las órdenes religiosas, que alimentó al anticlericalismo ya existente.
(*) Fue un alegato contra los poderes de la Iglesia y contra las órdenes religiosas, que alimentó al anticlericalismo ya existente.
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