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En el siglo XVII, según
han estudiado diversos historiadores, hubo un importante flujo migratorio de
franceses hacia España para trabajar como jornaleros, en la artesanía y en el
servicio doméstico, pero también en otras actividades[i] como carbonero, venta ambulante de vinagre y aceite (jarreros), hospederos, aguadores, chocolateros… oficios que solían
ser despreciados por los españoles.
La competencia que los
naturales sufrieron, les llevó a crearse una mala imagen de estos franceses que
perdurará hasta el siglo XVIII, cuando se den las pujantes compañías
comerciales francesas. Durante los reinados de Carlos III y Carlos IV los
burgueses franceses dinamizaron el comercio y las finanzas de buena parte de
las ciudades, llegando a controlar determinados sectores mercantiles. Algunas
de las ciudades donde les vemos son Cádiz, Sevilla, A Coruña, Vigo, Santander,
Valencia y Madrid, pero también en otros puertos de mar, y estarán
representados en la corte por un agente real francés, que velaba por el
cumplimiento de los tratados comerciales entre España y Francia.
En 1761 había censados
en Madrid 51 mercaderes franceses, el 57% del total, siendo la mayoría “mercaderes
de grueso” (mayoristas) y solo unos pocos como “comerciantes de giro”, personas
dedicadas a operaciones bancarias. En Cádiz la colonia francesa tuvo un
promedio de 50 a 70 compañías a lo largo del siglo XVIII, siendo la mayoría de
carácter familiar, y en 1771 existían en la ciudad 154 casas comerciales
francesas: grandes y banqueros, 72; detallistas, 32 y otros pequeños
mercaderes, 50. En 1792 el consulado francés en Cádiz contabilizó un total de
8.885 extranjeros residentes en la ciudad, de los que 2.500 eran franceses.
La liberalización del
comercio americano y la importancia de Cádiz y Sevilla, explican el aumento de
los comerciantes en estas ciudades. En Málaga existía en 1765 una colonia
francesa dedicada casi en exclusiva a las ropas, y en Jaén la burguesía
comercial francesa superaba a la española a finales del siglo XVIII.
La Revolución Francesa
supuso un punto de inflexión en esta corriente migratoria, pues a los
anteriores hubo que sumar los emigrados por razones político-religiosas, siendo
los enclaves portuarios los principales lugares de destino o estancia. Por
ejemplo Lérida, en 1791, fue zona de paso de miles de franceses que se
desplazaban para trabajar en las almazaras del sur de Cataluña, Aragón y
Valencia, y en otras partes de España los franceses se dedicaron al oficio de hornero. Estos
emigrados fueron firmes defensores de la monarquía absoluta y constituyeron grupos de presión liderados por el duque e Havré[ii] y
el conde de Vauguyon[iii].
En 1793, con motivo de la guerra de la Convención, entraron muchos franceses en
España como refugiados, clasificándose en función de su estancia (naturalizados,
transeúntes y avecindados). Una Real Cédula de 1791 tuvo como objetivo
controlar la colonia francesa y expulsar a los transeúntes, mandando hacer un
censo de extranjeros, con lo que perdieron los privilegios para ejercer el
comercio que habían tenido hasta entonces. Esto provocó una progresiva
desbandada de franceses, sobre todo de Madrid y Cádiz.
La adquisición de la
nacionalidad española fue un proceso complicado en el que debía acreditarse
buena conducta, prácticas religiosas intachables (por lo que no pocos se
afiliaron a cofradías), suficiente integración social y disponer de rentas saneadas. La salida de franceses de España provocó que no pocos deudores
españoles escapasen a cumplir con la obligación de satisfacer sus deudas,
además de que se depreció la deuda francesa, perjudicando al Banco de San
Carlos, que había invertido fuertes sumas en ella.
Lo cierto es que, según
Lara López, durante el siglo XVIII se introdujeron en España los moldes
culturales galos, naciendo un afrancesamiento distinto al de carácter político durante el reinado de José I. Los emigrados y exiliados franceses (sobre
todo los clérigos) inculcaron en las capas populares un sentimiento
contrarrevolucionario que rebrotará en 1808, de forma que las diversas
colonias de franceses en España sufrirán la ira de los españoles, viéndose choques
sociales a partir de 1789.
Al mismo tiempo se dio
durante el siglo XVIII un afrancesamiento cultural (también en otros países de
Europa) en la literatura, el arte, el teatro, la vestimenta, etc. Feijoo, por
su parte, fue un defensor del pensamiento ilustrado francés y el “prurito
civilizador” miraba a Francia, de forma que algunas ciudades españolas
construyeron paseos señoriales, plazas y edificios con criterios de
racionalidad, al tiempo que se intentó, sin éxito por el momento, llevar los
cementerios extramuros (en Francia desde 1774).
Desde mediados del
siglo XVIII recorrieron España los “linternistas” con una panoplia de
artefactos ópticos que permitían visionar placas pintadas con ciudades
europeas, entre las que destacaba París. Se montaban espectáculos en las
calles, además de en salones de la aristocracia y de la burguesía, lo que
constituyó el primer uso de las imágenes como medio de transmisión cultural, si
no tenemos en cuenta los romances de ciego, que son muy anteriores. Las
imágenes fueron, pues, una forma vicaria (a través de historias ajenas).
El interés por los
filósofos franceses fue común entre las “elites” provinciales mucho antes de la
explosión revolucionaria, sorteando muchos de sus escritos el control
inquisitorial. Los cafés se convirtieron en lugar de debate e información, distintos
de las tabernas del pueblo bajo, cumpliendo una función no institucional
distinta de las de las universidades y las Sociedades de Amigos del País. Pero
esta impregnación ideológica y cultural de lo francés no será el germen del
afrancesamiento político de 1808, surgiendo el contrapunto en el “majismo”, o
adopción por un sector de la aristocracia en el reinado de Carlos IV de unos
usos sociales (lingüísticos, vestimenta, exaltación de festejos populares)
tenidos como la quintaesencia de los valores tradicionales hispánicos, llegándose a la figura del "petimetre".
[i] “Lo
emigrados franceses…”, Emilio Luis Lara López.
[ii]
Escribió a la duquesa de Osuna para que protegiera al marqués de Charitte, que
acababa de llegar a España huyendo de la Revolución Francesa.
[iii] Fue
instructor de Luis XVI antes de ser rey y luego fue ministro del Consejo de
Estado con Luis XVIII.
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