Playa de Benicarló |
Dice
Manuel Azaña, el autor de la obra citada en el título, que la escribió “en
Barcelona, dos semanas antes de la insurrección de mayo de 1937”, cuando España
estaba en plena guerra civil. La insurrección consistió en los enfrentamientos
en diversos pueblos y ciudades de Cataluña, siendo los protagonistas
trotskistas y anarquistas, opositores al Gobierno republicano y a la
Generalitat de Cataluña, pretendiendo aquellos aprovechar la guerra para “hacer
la revolución social”.
“Los
cuatro días de asedio deparados por el suceso, –sigue diciendo Azaña- me
entretuve en dictar el texto definitivo…”. En “La velada en Benicarló” expone
su autor “algunas opiniones muy pregonadas durante la guerra española, y otras,
difícilmente audibles en el estruendo de la batalla, pero existentes, y con
profunda raíz”. Los personajes de “La velada de Benicarló” son inventados: un
diputado a Cortes, un médico de Barcelona, un comandante de infantería, un
aviador, una actriz de teatro, un abogado, un escritor, un exministro, un
capitán, un “prohombre” socialista y un propagandista.
El
librito empieza con el relato del viaje que hacen en el automóvil del doctor
Lluch, entre Barcelona y Benicarló, el citado con el diputado Rivera, un comandante, un aviador (“convaleciente de heridas atroces”) y una actriz de
zarzuela. Describe el viaje de la siguiente manera: “un día de marzo, cortan la
campiña del Penedés, la tierra fragosa, poblada de olivos y algarrobos, que
vomita turbiones en el mar, las vegas de Tortosa, y desembocan en la Plana,
llameantes los ocres de la costa sobre el agua azul, anegada en tintas de
violeta la hosquedad confusa del Maestrazgo… A medio camino, un entierro.
Cipreses verdinegros, sobredorados por el ocaso, cobijan el cementerio contiguo
a la carretera”.
Pero
si los personajes son inventados, el “estado de espíritu” revelado por ellos, son
rigurosamente auténticos. Todos “concurren a mostrar una fase del drama
español, mucho más duradero y profundo que la atroz peripecia de la guerra. En
tiempos venideros, –sigue Azaña- variados los nombres de las cosas, esquilmados
muchos conceptos, los españoles comprenderán mal por qué sus antepasados se han
batido entre sí…; pero el drama subsistirá, si el carácter español conserva
entonces su trágica capacidad de violencia apasionada. Percibirlo así, una vez
más, en la plenitud de la furia fratricida, ha llevado el ánimo de algunas
personas a tocar desesperadamente en el fondo de la nada”.
Isabelo
Herreros y José Esteban prologan el libro en la edición que he leído, señalando
que “La velada en Benicarló” es el testamento político de Azaña, editada la
obra en 1939 en Francia y Argentina. En 2004 se publicó la correspondencia,
inédita hasta entonces, –dicen los autores citados- mantenida entre 1935 y 1940
por Azaña, Rivas Cherif y Martínez Saura, con el escritor afincado en Buenos
Aires Eduardo Blanco Amor, correspondencia que permite conocer los pormenores
de la primera edición en castellano.
Benicarló
está algo más cerca de Valencia que de Barcelona, al norte de Peñíscola, y fue
elegida por Azaña porque allí había mantenido reuniones y conversaciones con
otras personas. En una de las cartas Azaña se dirige a Blanco Amor diciéndole
“ya habrá usted visto La velada en
Benicarló. Supongo que los papanatas se alzarán contra ella…”; y en otra
carta al mismo le decía: La situación de
España no tiene remedio. Allí no queda nada: ni Estado, ni riqueza, ni
comercio, ni industria, ni hábitos de trabajo, ni posibilidad de encontrarlo,
ni respeto que no sea impuesto por el terror. Dos millones de españoles menos,
entre muertos, emigrados y presos. Solamente en Madrid hay ciento cincuenta mil
presos. En la cárcel de mujeres, capaz para seiscientas, hay siete mil.
Mutilación gigantesca, como las de 1610 o 1492.
“La
velada en Benicarló” es una conversación entre varias personas, todas
vinculadas de un modo u otro a la guerra civil, conocidas entre sí, y que se
encuentran en un albergue de Benicarló. Azaña la escribió sitiado por los
anarquistas y los militantes del POUM, que tenían tomada Barcelona en los
primeros días de mayo de 1937. Dicen los autores a los que sigo que esta obra
está escrita para exponer las ideas políticas del autor, y para tratar de que
las futuras generaciones entiendan por qué han fracasado; es decir, la idea del
Estado como motor civilizador de la sociedad, la racionalidad llevada a la
política, la idea de libertad, la defendida por quienes, como Azaña, vienen de
aquel riachuelo liberal creciente del que hablaban los institucionistas.
En
un pasaje del texto uno de los personajes le pregunta a otro: ¿De donde sale
usted? Y el segundo le contesta: De la sepultura. Un tercero dice: Es para
creerlo. Todos le daban por muerto. El de “la sepultura” continuó: No miento.
Al pie de la letra, vengo de la sepultura. Estaba de paso en Logroño, para visitar
a mis hermanos, cuando empezó la rebelión. Si el pueblo hubiese tenido armas
habría vencido. Con una sangría suelta, la resistencia cedió. ¡Que de
suplicios! A mi hermano, el capitán de Artillería, le fusilaron; y al otro,
ingeniero, le asesinaron en el camino de Zaragoza, porque eran republicanos.
Antes de matarlo, le arrancaron unos dientes de oro. Pude esconderme. Pasé
cuatro meses en la choza de un pastor, en plena sierra. Mientras, me juzgaron
en rebeldía, me condenaron a muerte, confiscaron todos nuestros bienes, incluso
los de mi madre, que a sus ochenta años vive de limosna. Una partida descubrió
mi escondite. Creí llegada mi última hora. Eran amigos, obreros de Haro,
fugitivos. Contaron las hecatombes de La Rioja. ¡Asombroso! En los pueblos más
señalados fusilaron los censos enteros. Me di a conocer y unimos nuestra
suerte. Me pusieron en relación con un conductor. Encerrado en el maletón de un
coche me llevó a Pamplona. Al hombre no se le ocurrió otra cosa que esconderme
en el cementerio. “Tengo aquí un buen amigo”, me dijo. Muchos tenía yo, pero
muertos. En Navarra apenas había más que carlistas, nacionalistas y católicos. En
las elecciones, la coalición republicana no pasó de treinta y seis mil votos.
Pues han fusilado a unas quince mil personas. Si la proporción es igual en toda
España, hagan ustedes la cuenta…El conductor tenía, en efecto, un amigo
camposantero. Pasé veinticuatro horas metido en un nicho… Por las noches salía
a estirar las piernas y a recoger un poco de pan y un jarro de agua. Mi
protector me preparó la fuga. Llegué a la raya a pie, en hábito de fraile, y di
con mis huesos en Arlegui[i]…
Me socorrieron. Tardé unas semanas en recobrarme. Quise volver a España…
Hasta
aquí el relato de Azaña. Luego sigue diciendo que el personaje huido fue
detenido en La Junquera, alegó ser diputado y dice haber sido peor, pues ello
era “casi tan malo como ser general, obispo o patrono. Aunque no tan malo como
ser ministro.” (Se trataba de zona controlada por los anarquistas, claro).
[i] En el
centro de Navarra.
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