lunes, 24 de abril de 2023

Fundición de oro y plata en América

 

En la segunda década del siglo XVI ya se había producido una drástica reducción de los indígenas en las Antillas, lo que además del drama humano, representó una merma en el rendimiento de las minas que se estaban explotando. Por ello la Corona redujo a un décimo los derechos que cobraría por la obtención de metales preciosos, siendo desde 1504 muy superiores: la mitad en un primer momento para La Española, lo que se hacía extensivo a los indios, pero en 1504 se rebajaron al quinto en dicha isla[i].

Los que viajaban a Indias debían cumplir lo establecido en una Real cédula sobre los objetos que podían o no llevar a las tierras recientemente descubiertas, y a los que ya estaban en Indias no se les permitía tener en sus casas fuelles ni aparejos para fundir oro, encargándose la vigilancia de esto a los gobernadores, alcaldes, alguaciles y otros funcionarios en La Española, San Juan y Cuba. Debían fundirse el oro, la plata y cualquier otro metal en las casas de fundición establecidas al efecto, siendo las penas por el incumplimiento de esto muy grandes. Al mismo tiempo se exigió que el oro no se fundiera con mezcla de otro metal “y corra por su valor”; de igual manera se estableció “que no se pueda echar liga en la plata para fundirla”.

De todo ello cabe deducir que no existía en las Antillas una producción local de objetos de oro y plata, fundamentalmente para la liturgia católica, pues el comercio de dichos objetos prosperó en la Península incluso teniendo en cuenta los gastos del almojarifazgo[ii] y del largo viaje. Aunque la prohibición absoluta de elaborar objetos de oro y plata en Indias finalizó en 1526, siguieron ciertas restricciones, por lo que los plateros no vieron negocio en viajar a Indias para dedicarse a su oficio; la mayor parte de ellos se dedicaron a la localización y fundición de metales preciosos, pero no a transformarlos.

La mayor parte de los objetos labrados en oro y plata salían del puerto de Sevilla, y era en esta ciudad donde se producía la mayor parte, teniendo que esperarse hasta la segunda mitad del siglo XVI para que se compruebe el trabajo de metales preciosos en Indias. Tampoco se permitió en un primer momento la acuñación de moneda en el nuevo mundo, ni se favoreció la circulación de moneda castellana allí. Había una desconfianza por parte de la Hacienda pública de que se hurtasen los derechos que le correspondían en los metales preciosos, y los medios para controlar los posibles fraudes no existieron hasta más tarde, de forma que no se amonedó en América hasta bien avanzada la primera mitad del siglo XVI.

La inveterada costumbre de la Iglesia de emplear objetos hechos con metales preciosos para la liturgia, hizo que estos se llevasen desde España, y así vemos cálices, báculos, cruces, anillos, patenas y otros objetos de plata y oro llevados a América. La escasez de moneda castellana en Indias llevó al trueque y a la utilización de fragmentos de oro y plata de diversos pesos denominados tejos, por lo que en 1519 se ordenó que los metales preciosos de más de medio peso se ensayaran y marcaran, es decir, tenían que ser valorados por ensayadores sobre su ley y marcados, pero ya en 1502 se enviaron a Indias dos millones de reales de plata para que circulase en América. Llegado el año 1535, una Real cédula estableció las condiciones de emisión de moneda en México, y al año siguiente se autorizó la emisión de moneda en Santo Domingo.

Habrá que esperar a 1544 para que se estableciese el permiso de acuñar moneda en Santo Domingo “de la misma ley, valor y peso que la que se labra en estos reinos”. La escasez de numerario iba en contra del desarrollo de una sociedad que ya había demostrado ser capaz de llevar a cabo un comercio activo. No obstante se prohibía a los mineros, indios o particulares fundir oro o plata por su cuenta, lo cual debía hacerse con la vigilancia de las autoridades locales, las cuales, en ocasiones, fueron sancionadas por no cumplir con la obligación encomendada. Ya en 1505 se había prohibido a los plateros que tuvieran en sus talleres crisoles, fuelles y otros instrumentos para fundir, estableciéndose penas que podían llegar a la muerte.

La obligación de fundir o soldar dentro de las casas de fundición se quiso controlar encargando a los oidores que pusieran celo en ello, así como a los veedores, que debían estar presentes en el acto de fundición para evitar fraudes, extendiéndose esto a México, Cuba, Puerto Rico y Tierra Firme (lo que hoy conocemos como Mesoamérica). En 1533 las autoridades de Lima recibieron instrucciones sobre lo mismo, particularmente que se informasen sobre la fundición de oro por los naturales. En cuanto a México, en 1537 se estableció que en la casa de fundición se trabajase en dos períodos al año, una después de Reyes y otra después de San Juan, de 50 días cada una. A su vez los oficiales debían acudir a la casa de fundición “todos los días de ocho a diez” para que no hubiese fraudes.

Ciertamente, la Corona se dio cuenta muy pronto de la importancia que tenía, para la Hacienda pública, el control de la obtención de metales preciosos, su fundición y su amonedamiento, por lo que no cesó de publicar reales cédulas y ordenanzas poniendo a virreyes, oidores, gobernadores y cualesquiera otros funcionarios sobre aviso de sus obligaciones.


[i] Véase el trabajo de María Teresa Cruz Yábar, “El control del oro y la plata en Indias en la primera mitad del siglo XVI y su repercusión en el arte de la platería americana”. En este trabajo se basa el presente resumen.

[ii] Es un tributo que tuvo su origen en el siglo XII en muchas ciudades y villas de la Corona de Castilla al sur del Sistema Central. Se heredó de al-Andalus y gravaba los derechos de tránsito de las mercancías.

Ilustración de numismaticodigital.com

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