Se suele leer que es a
partir de la era Meihi cuando Japón despierta al mundo, pero ya en los siglos
XVII y XVIII experimentó un crecimiento económico extraordinario, en parte
debido a la consolidación política. El clan Tokugawa ejerció el poder entre principios
del siglo XVII y la segunda mitad del XIX, descendiente al parecer de un
emperador de la segunda mitad del siglo IX. En la época de los Tokugawa la
corte imperial fue reducida a una importancia simbólica, permaneciendo en la
antigua capital, Kioto.
La clave de la
estabilidad política fue la supremacía de los Tokugawa sobre los clanes que se
repartían Japón, así como sobre los daimyo,
o nobles, que los gobernaban. Por su parte, al estamento guerrero hereditario
de los samuráis se le reunía en ciudades con castillo como Himeji (al sur) o
Nagoya (algo más al este), o asistían a Edo como séquito de los daimyo. Poco a poco fueron transformados
en una clase funcionarial nobiliaria, dependiente de sus recursos de clan y
cada vez más atraídos por los ideales caballerescos que postulaba el
confucianismo, cuya concepción del orden social fue un útil baluarte para su
nueva posición[i].
La paz interna estuvo
acompañada por un rápido crecimiento de la población, que pasó de 12 millones
en 1600 a unos 31 millones en 1721, cifra que era una vez y media la de Francia,
el gigante demográfico de Europa occidental. El grado de urbanización era
considerable, y Edo (con un millón de habitantes), Kioto (350.000) y Osaka
(360.000) eran grandes ciudades consideradas de acuerdo con criterios globales.
En 1700 Edo doblaba a Londres en tamaño.
El área cultivada se
duplicó entre 1600 y 1720 y había una base sólida de producción artesanal en
los textiles, la metalurgia, la cerámica y la edición de libros. La
especialización económica regional iba en aumento, favoreciendo así el comercio
interior, gestionado por grandes empresarios con centro en Osaka, la “cocina de
Japón”, con su gran mercado de arroz, hinterland
fértil y proxima a Kioto, que seguía siendo la capital cultural y centro
de manufacturas, sobre todo de seda.
A diferencia de Europa
occidental, el Japón de comienzos de la Edad Moderna era aún un “mundo de
madera”, quizá porque se trataba de una zona propensa a los terremotos, y así
se podían reconstruir de forma rápida y barata los edificios. Sus ciudades eran
vastas aglomeraciones de edificios de poca altura, pero a los europeos que
visitaban el país no les cabía duda de que la japonesa era una civilización
rica y avanzada con la que estaban ávidos por comerciar.
Japón había desempeñado
un papel dinámico en la expansión del comercio de Asia oriental y sudoriental
entre mediados del siglo XVI y mediados del XVII, lo que coincidió con la
llegada de europeos a la zona. Los comerciantes y bucaneros japoneses
explotaron las nuevas oportunidades comerciales que ofrecía el intercambio
triangular entre Japón, China y el Sudeste asiático, mientras que el gran boom de la plata en Japón ayudó a
alimentar la expansión comercial y pagar las importaciones del extranjero.
Según algunas estimaciones, en 1600 Japón producía un tercio de la plata
mundial, siendo esta una de las razones por las que los europeos tenían tanto
interés en comerciar allí. Los puertos del sudoeste de Japón, sobre todo
Nagasaki, crecían con rapidez, y en ellos surgían barrios en los que se
asentaban artesanos y negociantes chinos, unos doscientos solo en la ciudad
citada en 1618.
Sin embargo, la actitud
del gobierno Tokugawa (en Edo) hacia este comercio exterior en expansión fue
ambivalente. El régimen era reciente, y su control sobre los dominios lejanos
podía quedar en entredicho como consecuencia de contactos no regulados con el
exterior. El catolicismo fue identificado con la rebelión y la subversión, y
fue enérgicamente perseguido. En las décadas de 1630 y 1640 el comercio chino y
holandés (este, el único europeo autorizado) fue restringido a Nagasaki y a la
isla artificiar de Deshima, construida en su bahía. Las prolongadas
convulsiones de China y el cierre de sus puertos al comercio legítimo a partir
de 1661 contribuyeron a ahogar el comercio exterior de Asia oriental, pero
cuando resurgió a partir de 1685, el gobierno japonés vio con alarma la salida
de plata japonesa del país y en 1688 prohibió su exportación. El sistema de
control en Nagasaki fue reforzado después de 1698 para vigilar aún más de cerca
los movimientos del comercio y la información.
El “aislamiento” japonés
fue motivado en parte por los temores “lingotistas” para los gobiernos
europeos, y en parte por la inquietud acerca de las relaciones con China, la
superpotencia de la zona cuyo “sistema-mundo” asiático oriental suponía la
negación de la independencia de Japón. El aislacionismo era la solución por
defecto al problema de las relaciones sino-japonesas, y cabe la posibilidad de
que fuera calculado para disuadir a los emperadores Ching de una invasión
(existían precedentes cuatro siglos antes). Pero el aislamiento no fue completo
y las ideas y la cultura chinas ejercían atracción en el régimen Tokugawa, que
las promovió deliberadamente, ya que China era el gran modelo de un estado
imperial asentado y estable. La literatura y el arte chinos marcaban la pauta en los círculos cultos: el dominio del idioma y del estilo pictórico chinos se
tenían en muy alta estima.
Se hicieron grandes
esfuerzos por adaptar las enseñanzas de Confucio a las condiciones japonesas, y
Nagasaki no fue tanto una puerta cerrada como una entrada estrecha y un puesto
de escucha donde el gobierno japonés obtenía información de los barcos que
llegaban: a los capitanes se les exigía que redactasen informes de noticias que
se enviaban a Edo. El “conocimiento holandés” iba filtrándose poco a poco hasta
los samuráis, los docentes y los sabios.
El régimen de
aislamiento político, pues, no significó el estancamiento económico, y el
desarrollo en esta materia de Japón, después de 1600, fue impulsado por el sistema
político, que creó una nueva y gran economía urbana al establecerse los daimyo y los samuráis en ciudades con
castillo, siendo Edo el caso más notable. Así llegaron a esta ciudad cientos de
daimyo con sus familias numerosas y
huestes de samuráis. En 1700 la mitad del millón de habitantes de Edo
pertenecían al séquito de los samuráis que vivían en los grandes complejos de
clan; fueron una gran comunidad de consumo de elite, pero este consumo no dependió (como ocurrió en Europa) del
comercio exterior. Los japoneses aplicaron una política de autosuficiencia
mercantilista con gran éxito. A diferencia de Inglaterra, por ejemplo, Japón
tenía su propia provisión de plata.
También el pescado
cobró una importancia mucho mayor desde el siglo XVII, y la demanda interior de
artículos de lujo y alimentos nuevos se nutrió de la cerámica coreana, que hacía
tiempo gozaba de prestigio. Desde finales del siglo XVI se llevó a Japón
artesanos coreanos y se creó una industria propia. La variedad climática en
Japón permitió acomodar cultivos comerciales como el algodón, la seda, el
tabaco y el azúcar. La seda y el algodón se manufacturaban en Kioto y Osaka, y
en la producción de azúcar se llegó al autoabastecimiento.
La visión de que
Europa, desde finales del siglo XVIII, pero sobre todo durante el siglo XIX,
iba por delante del resto del mundo, debe relativizarse por lo tanto.
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